* de Luis de Góngora
** de Niels Bohr
foto: Samuel Beckett contempla perro y gato, tomado de Entre Gulistán y Bostan

viernes, 10 de septiembre de 2010

Diótima de Mantinea-María ZAMBRANO

DIÓTIMA DE MANTINEA-MARÍA ZAMBRANO


Pocos exégetas del "Symposium" han creído en la existencia de Diótima de Mantinea, quizás porque reveló un misterio en la total humildad, sin apetecer dar su nombre, dejándolo a Sócrates, que no escribía, retirándose, o sin alterarse, sin cambiar de sitio ni de fisonomía. Se la oye decir la memorable revelación con su voz un poco sorda, metálica infinitamente dulce, con que hablaba siempre. Bajándola un poco, bajándose hacia la tierra, como la mano que echa la semilla, inclinándose como solía al mismo tiempo sobre la tierra y sobre el corazón del que la escuchaba ocasionalmente. Porque todo era ocasional en su vida. Todo lo que le sucedía, y nada tenía mayor o menor importancia, sobre todo desde que dejó de estar disponible, sin saberlo.

Estaba más allá, como la inmensa mayoría están más acá, de la línea justa donde están los que pueden comunicarse y decir, actuar y hacerse visibles.

La mayor parte de los mortales no alcanzan a entrar, tampoco deben, bajo esa raya de luz que hace visible y fija como para siempre los gestos, las acciones, las palabras. Es una luz un tanto indiscreta y no enteramente justa en apariencia, pues no destaca todo. Funciona de una curiosa manera, ya que, justamente porque no lo destaca todo, puede existir. Si la vida de todos los hombres fuese a quedar fijada para siempre, tendría que ser haciéndose enteramente visible, en todos y en cada uno de sus gestos y, como tal manifestación total no es posible en la tierra, quedan semivisibles. Y cuando se extinguen, se apagan en la sombra. Pues todo en ellos, en los anónimos, es igualmene importante y no hay razón para que unos gestos o unas palabras sean destacados de los otros. Es cierto que también ellos, los anónimos, tienen sus singularidades -que anidan en el caudal de la tradición, en el saber innominado ese que no se presenta como siendo de un sujeto individual, hazaña de un individuo. Es el pueblo, o es alguien de ese pueblo cuyo nombre autentifica solamente su anonimato.

Pues resulta extraño cómo el nombre unido a ciertas frases, y aun a ciertas acciones, sirve tan sólo como de marca de autenticidad del anonimato, de que alguien como todo los demás lo dijo o lo hizo. Y sólo el conjunto, la totalidad de esos decires o acciones memorables, alcanza esa visibilidad propia del logos; luz, palabra, son dos aspectos tan sólo de una identidad cuya última palabra y luz originaria han sido acción, son aspectos de la eternidad.

Mas en verdad el pueblo, la tradición, no entran en lo memorable, sino que son lo memorable, la memoria permanente, manifestación del logos: palabra,luz: amplia, ancha, generosa y hasta pródiga manifestación. Y los que mueren sin el consuelo de saber que sus gestos y sus palabras quedarían, se habrán llevado el resquemor de ello. Vivieron en las cercanías de ese lugar donde las palabras y las acciones quedan intransferibles y no tuvieron lucidez nacida de la aceptación que les hiciera saber, o cuando menos sentir, que sus palabras serían para siempre, vivirían como seres en medio de ese caudal donde todo, absolutamente todo lo que hace el hombre lo es, aunque no quede adscrito a su nombre singular.

Y hay hombres que quedan como figuras, como rostros del anonimato, las modulaciones figuradas que sobresalen de la ondulación de la tierra, al modo de esos rostrso gigantescos, misteriosos, que surgen perfectamente modelados de una roca en una montaña; esas ciudades encantadas que surgen de un paisaje o en medio del desierto. Y algunos seres quieren hablar lo que callaron en vida, y otros ansían sedientemente rememorar lo que qeudó bajo la luz de su memorable revelación, hablar desde su penumbra. Como uno de estos preciosos seres se nos ha presentado Diótima de Mantinea. Sólo unos pocos fragmentos hemos podido intra-oír.

FRAGMENTOS

Y ahora, ¿quién deshojará la rosa sobre mí, quién me llorará y, lo que más cuenta, quién alzará la mano despidiéndome y señalando a mi alma el camino a seguir, deshaciendo ese nudo que une aún a las almas de los recién muertos con el aire de la vida? Así lo hice primero con los míos. Y después, cuando venían a buscar en mi mano el poder de cumplir tales acciones que me fueran haciendo poco a poco sentir y saber que el amor ha de hacerse ley, que las leyes verdaderas son momentos del amor. Y ahora, extranjera, a solas con mi Dios que se me ha vuelto desconocido, a nadie veo a mi alrededor que me asegure ser ayudada al momento de arrancarme de esta tierra de la que más que hija he sido, por lo visto, huésped. Un huésped que se ha detenido demasiado. No me había dado cuenta de que nadie ya me retenía, de que se habían acabado desde hacía tiempo las sonrisas del anfitrión, de que el anfitrión había desaparecido y de que yo misma no acudía ya a la mesa a falta de alguien con quien compartir mi comida.

Me habían llevado a creer que necesitaban oírme, que les fuera trasvasando ese saber que, como agua, se escapa imperceptible de toda mi persona, según decían; no es una mujer, es una fuente. Y yo...

Y ahora recuerdo, la memoria se me va convirtiendo en ley, que yo misma me fui volviendo cada vez más ha­cia la fuente original de donde mi saber provenía, de don­de lo había recibido cayendo gota a gota. Quizás durante tiempos y tiempos estuve casi seca. Y alguien colocó pia­dosamente una piedra blanca de esas que yo amaba des­de siempre, para que la herida en la tierra que es todo ma­nantial que ya no mana, no fuese visible. Y aquel día fui muerta y sepultada, mientras yo, sin apercibirme, aten­día inmóvil al rumor lejano de la fuente invisible. Reco­gida en mí misma, todo mi ser se hizo un caracol mari­no; un oído; tan sólo oía. Y quizás creía estar hablando cuando las palabras sonaban tan sólo para mí, ni fuera ni dentro; cuando no eran ya dichas, ni escuchadas, tal como yo había soñado deberían de ser las palabras de la verdad.

Me fui volviendo oído y al volverme para mirar, nadie me escuchaba Sin recinto sonoro me adentré en el silen­cio, soy su prisionera, y aunque hubiese aprendido a es­cribir no podría hacerlo; criatura del sonido y de la voz, de la palabra que llega en un instante y se va a visitar qui­zás otros nidos de silencio. Había dado por sabido que el escribir es cosa de unos pocos hombres, a no ser que haya una escritura de oído a oído. El hablar en cambio me era natural y, como todas las cosas que se hacen se­gún la naturaleza, tenía sus eclipses, sus interrupciones. La palabra misma es discontinua, pero sólo se hace sen­sible cuando hay que formarla y entonces ya no es una cosa de la naturaleza, sino eso que unos pocos hombres se esfuerzan en hacer y que llaman pensar.

Pero yo nunca he pensado, hay que decidirse a ello. Y ahora me doy cuenta de que todos mis movimientos han sido naturales, atraídos invisiblemente como las mareas que tanto conozco, por un sol invisible, por una luna ape­nas señalada, blanca, la luna que nace blanca sobre un cie­lo azulado continuación del mar; la luna navegante y sola reina destituida, reina más que Diosa de un mundo que fue y se perdió. Reina convertida en Diosa de los muertos, de los condenados al silencio y de los fríos. Socorre­dora de los sin patria.

Madre de las almas...Se hundían en mí cuando se quedaban sin cuerpo. Y padecía yo sus dolores indecibles, aquellos que no habían tenido nombre. Todo su no ser y lo que habían dejado de sentir y lo que habían dejado vagar fuera de sí mismas. Pues no todas las almas han sostenido la carga del destino que sobre ellas pesaba, ni recogido los dolores de las entrañas que estaban a su cuidado; ni han sido el guía invisible que ligero atrae el pensameinto y da dictamen en los secretos pasos de la vida. Al separarse de sus cuerpos, caen como un ciego que se hubiese vuelto así de repente, sin la ayuda de nuevos sentidos. Y les duele el cuerpo que dejaron y esa su historia con la que no saben qué hacer, llena de interrupciones y paréntesis, como tela hecha al descuido. Y aquel dolor que no apuraron, y el amor posible y apenas entrevisto en un instante de infinita flaqueza: vagan y revolotean como pájaros. Sin sede aún en el país de los muertos, débiles para atravesar su dintel, desvalidas como en el momento de nacer, venían a mí. Y no me daba cuenta al principio, y hube de soportar los reproches de mi extraño dolor no semejante al de nadie cuando alguien cerca de mí o unido a mí por algún lazo moría.

Extraño, irreductible dolor que no se aplacaba ni hallaba consuelo. Y mientras entonaban la salmodia ritual en que se enumeraban las virtudes que ¡ay! no siempre eran el relato fiel de la verdad, la pobre ánima palpitaba a ciegas, sin reconcoerse. Y todo lo más siente el ambiguo consuelo del animal a quien se acaricia un instante antes de ser devuelto a su rincón a sufrir a solas su dolor de bestia extraña a todo. Esos consuelos que el vivo regala para quedarse libre de este lado de la vida, defendiéndose de acercarse al umbral de la muerte, de acompañar al alma desencarnada por algunos instantes siquiera y prestarle un hueco, esa cueva maternal que la misma tierra procura. Pues ante la muerte penetrará en ellos un día también desde afuera, y no como el mar que inunda y lleva lejos.

Los he llevado, sí, a mis muertos sobre mí, sintiendo su peso, esa torpeza de su nuevo estado: los he retenido mientras no podían marcharse. Y conocí las penas ajenas a mi condición, tan ajenas que a veces yo no podía saber a qué error, a qué debilidad eran debidas, o a qué verdad. Me hundía en mí misma, haciéndome oscura, me llenaba de muerte y los vivos huían de mi lado. Y luego me levantaba y sentía mi alma anónima que sostenía a aquellas almas a medio despertar que ardían ya, con esa luz que sale del alma que comienza a arder en su propio fuego, que comienza a reducirse a su vida indestructible.

Tuve un sueño, no sé si lo fue, creo que sí: una sierpe avanzaba hacia mí: no era mala ni traía quizás ninguna gota de veneno. Pero era una serpiente aunqeu era csi blanca, blanda y muy sufrida y quería vivir conmigo y yo temí que ya nadie vendría a visitarme. Un hombre la partió de un tajo en dos y yo entonces vi su alma, pequeña, débil, blanquecina, que temblaba como alguien que se ha quedado desnudo de repente y estaba triste; nadie se iba a acercar a recogerla. Me encontré diciéndole: "alma de la serpiente, estás triste sin tu cuerpo, ven conmigo que yo te llevaré en mi alma", al mismo tiempo se me apareció una especie de disco blanco sosteniendo muchas almas, que mi alma llevaba a la altura de mi corazón. Y casi me arrepentí de aquellas palabras, de aquel ofrecimiento porque me asaltó el doble temor de no poder con ella también, aunque era débil y pequeña y de que su veneno se me transfiriese y de que fuera yo mala por momentos. Pero la piedad fue más fuerte que el temor de volverme mala y, ya sin palabras, me incliné y ella subió al lado de las otras almas. Despierta, me acordaba de vez en cuando y acechaba mis movimientos, mis pensamientos; no noté nada ajeno.

Por entonces comencé a ver de vez en cuando, en ocasiones dormida y en ocasiones despierta, de un modo diferente. Veía un árbol, es con lo que primero me ocurrió; un árbol que veía constantemente entre las columnas del templo: un pino del mar, alto, con una copa dividida y como derramándose, erguido y solo entre un grupo de cipreses que lo rodeaba y que no le quitaban ser el protagonista de aquel simbólico paisaje.

Y lo vi sin mirarlo, en un medio diverso del aire, más transparente y fluido; era el medio propio de la visión, el medio de visibilidad donde las cosas no se nos aparecen nunca. Y la diferencia era tal como si hasta entonces lo hubiese visto sólo de bulto. No era más real por eso, era simplemente verdadero. Era el árbol solo y único, era de verdad y estaba aquí; esto es lo más difícil de poner en palabras. De haber yo podido pensar lo hubiera pensado, pero me tuve que conformar con ver así de vez en cuando. Otra noche vi dormida, pero no en sueños, en ese espacio donde las cosas son enteramtne lo que son, en una claridad sin resto alguno de opacidad, la luna blanca, pura, ensimismada; su luz no irradiaba ni tenía fosforescencia, ni resplandecía ni brillaba,era la luna y su luz quieta. Mas tampoco ésto lo sé poner en palabras porque nunca he podido pensar. Reposo y movimiento en relación con aquello son cosas relativas, estados. Y aunque en el movimiento haya acción o por lo menos actividad y pasividades, sufren las cosas su reposo y su movimiento y por ello no son del todo visibles. Pues, ¿cómo ha de ser visto perfectamente lo que está padeciendo sujeto a alteración, disminiudo en el reposo, excediéndose en el movimiento? Mientras que en ese medio de visibilidad ni se mueven ni están quietas, no sufren estado alguno, son.

Aquella luna blanca dejaba caer su claridad. Y una esfera blanca no sé de qué materia, porque materia no la había, correspondía con ella. Después, al despertarme, miré al cielo y frente a mí la luna estaba en igual posición, igualmetne blanca. Mas no, no; nada había yo inventado. La esfera blanca era sin duda la del pensamiento, y la de la tierra. Alguien habría de venir sobre las aguas, y cuando la calridad de la primera alba se fundía con el mar dejando osucra la tierra, salía de mis sueños violentamente creyendo que podía venir en ese silencio en que la tierra se retira, se borra. Antes de la luz de la aurora. Antes de la aurora me despertaba. Con el rosa de la aurora resucita la tierra, el mundo de la sangre, del fuego, de la sequedad del deseo y de las cosas opacas. Aparecía ya la sangre en esa luz ni siquiera blanca, unas gotas de sangre celeste diluidas en la aurora y comenzaba el día y la historia, el hombre de la tierra hijo de esa herida celeste. Mientras que el que me despertaba llegaría caído de la luz nacido de la luz en las profundidades de las aguas. Tan sólo un instante haría vibrar el aire. Un pájaro, extendidas las alas inmensas, por un instante se detuvo suspendido, un ave desconocida y que volví a ver. Pero yo salía de mi sueño por el rumor de sus alas, antes del día y de su luz.

Y al fin lo vi venir desde el horizonte, caminando so­bre las aguas, sobre el mar encrespado que se amansaba en círculos alrededor. Mis rodillas se hundían en la arena hincadas como raíces mientras mis brazos desfallecían. Iba a su encuentro sin poder desprenderme. En ese ins­tante me supe encadenada. No puedo decir que se mar­chara ni que se desvaneciera ni que se hundió. Estaba en otro tiempo y aquel círculo en el mar pareció la impron­ta de un futuro inaccesible que nunca sería para mí pre­sente tal como en algunos sueños aparece la claridad úni­ca, negada y ofrecida. Y a la par, me levantaba esa aurora que en sueños sólo me visita.

Y de este modo yo viví más allá, en el fondo secreto y más allá de la puerta donde acaban todas las galerías por donde desciendo con mi lámpara que, cuando me vengo a dar cuenta, la he perdido y me he perdido yo, y una claridad que hiere sale sin que yo sepa su punto vi­sible de nacimiento. Luz de un amanecer que sólo cuan­do he perdido toda la luz aparece. Y hay rocas de cristal en la noche, montañas, ríos escondidos y aire espeso como de cámara nupcial, cuando un niño nace esperado y desconocido dentro y más allá de ella. Allí, no, no sé dónde.

Un día, una tarde, tras de muchos días sin sol, lo sentí más que vi en la playa. Como una herida ancha, relucien­te al sol en medio de su agua blanca, con más vida que la del mar. Un agua que salía del fondo de los mares. Y cuando llegué a donde creí que estaría no estaba ya y sólo encontré una huella, una impronta en forma de pez. Era un pez dibujado que se quedó allí mucho tiempo, pues el agua que en la marea lo cubría, lo dejaba con más vida. Era mi secreto, que nunca a nadie revelé y distraía a los visitantes para que no fueran por aquella parte de la ori­lla. Luego, un día de eclipse solar, un viento fuerte arre­molinó la arena y la alzó hacia el cielo negro. Y donde estaba el pez quedaron tan sólo unas rayas, quizás una pa­labra, que luego también se embebió en el agua, dejando una oquedad cambiante, como si fuese creada por un in­visible animal.

Y así me he ido quedando a la orilla. Abandonada de la palabra, llorando interminablemente como si del mar subiera el llanto, sin más signo de vida que el latir del co­razón y el palpitar del tiempo en mis sienes, en la indes­tructible noche de la vida. Noche yo misma.


Texto de María ZAMBRANO publicado por Elena LAURENZI en María Zambrano, nacer por sí misma. Editorial horas y HORAS la editorial

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