* de Luis de Góngora
** de Niels Bohr
foto: Samuel Beckett contempla perro y gato, tomado de Entre Gulistán y Bostan

viernes, 8 de octubre de 2010

de Masa y poder-El superviviente-Elias CANETTI

3) EL PODEROSO COMO SUPERVIVIENTE- de El superviviente- en MASA Y PODER-
CANETTI-

Podríamos reconocer el carácter paranoico del poderoso en aquel que
por todos los medios mantiene el peligro lejos de su persona. En
lugar de desafiarlo y hacerle frente, en lugar de entablar un combate
que podría serle adverso, trata de cerrarle el paso con astucia y
precaución. Crea distancias a su alrededor, distancias que puede
abarcar con la mirada, y advierte y examina cualquier señal por si el
peligro se acercara. Hace lo mismo en todas direcciones, pues saber
que son muchos los que se la tienen jurada mantiene vivo su miedo a
que lo acorralen. El peligro está por todos lados, no sólo delante de
él; es incluso más grande a sus espaldas, donde no podría advertirlo
a tiempo. Por todas partes anda con ojo, y ni el más leve rumor debe
escapársele, pues podría obedecer a intenciones hostiles.
El peligro supremo es, naturalmente, la muerte. Importa que
examinemos con detenimiento cuál es la actitud del poderoso ante
ella. La característica principal y decisiva de éste es el poder que
tiene sobre la vida y la muerte. Al poderoso nadie deberá acercarse;
quien le lleve un mensaje o tenga que aproximarse a él, será
registrado por si levara armas. La muerte será así mantenida a
distancia: él mismo puede y debe imponerla, y cuantas veces quiera.
Sus sentencias de muerte siempre son ejecutadas. Son el sello
distintivo de su poder, que solamente será absoluto mientras su
derecho a imponer la muerte sea acatado sin discusión.
Y es que sólo quien se deja matar por el poderoso está realmente
sometido a él. La prueba de obediencia definitiva, la que de verdad
cuenta, es siempre la misma. Sus soldados son preparados para una
especie de doble deber: son enviados a matar a sus enemigos, y ellos
mismos han de estar dispuestos a morir por él. Pero también el resto
de sus súbditos, aunque no sean soldados, saben que la muerte puede
alcanzarles en cualquier momento. El miedo que ésta infunde es
prerrogativa del poderoso; tiene derecho a decretarla, y por eso es
sumamente respetado. En casos extremos, llegan a adorarlo. Dios mismo
ha sentenciado a pena de muerte a toda la humanidad habida y por
haber. De su capricho dependerá cuándo sea ejecutada. A nadie se le
ocurre rebelarse: sería una empresa inútil.
Pero los poderosos de este mundo no lo tienen tan fácil como Dios.
Ellos no duran siempre; sus súbditos saben que también sus días
tienen fin, fin que podría incluso precipitarse. Como todo lo demás,
también el poder se acaba. Quien se niega a obedecer ya presenta
batalla. Ningún soberano está para siempre seguro de la obediencia de
sus súbditos. Mientras éstos estén dispuestos a morir por él, podrá
dormir tranquilo. Pero no bien alguien se niegue a acatar sus
sentencias, el soberano se sentirá amenazado.
La sensación de estar en peligro es siempre muy vívida en el
poderoso. Más adelante, cuando hablemos sobre la naturaleza de la
orden, veremos que sus temores tendrán que ir en aumento cuantas más
órdenes suyas se cumplan. Solamente dando un castigo ejemplar podrá
ahuyentar sus dudas. Ordenará, pues, que se ejecute a una víctima
cualquiera, sin importarle mucho el delito. Y cada cierto tiempo
necesitará ejecuciones como ésa, más frecuentes cuanto mayores sean
sus dudas. Los más leales, sus súbditos más consumados, por así
decirlo, son los que han muerto por él.
Pues cada ejecución que dicta aumenta algo su poder. Es el poder de
la supervivencia lo que así adquiere. No es preciso que sus víctimas
se hayan rebelado realmente, aunque podrían haberlo hecho. El miedo
que el poderoso siente acabará transformándolas, puede que solo más
tarde, en enemigos que conspiraron contra él. Él los sentenció a
muerte y los mandó ejecutar; los ha sobrevivido. En sus manos, el
derecho a dictar sentencias de muerte es un arma como otra
cualquiera, si bien mucho más eficaz. Los déspotas bárbaros y
orientales solían dar gran importancia al amontonamiento de las
víctimas a su alrededor a fin de tenerlas a la vista. Pero también
allí donde las buenas costumbres se han opuesto a una práctica
semejante ha estado el poderoso pensando en ella. Cuentan que el
emperador romano Domiciano tuvo un siniestro capricho de esta clase.
El banquete que al efecto preparó, y que sin duda no ha vuelto a
repetirse desde entonces, ilustra con claridad sobre la naturaleza
más profunda del poderoso paranoico. Dión Casio describió el banquete
en los términos siguientes:
"En cierta ocasión Domiciano entretuvo de la siguiente manera a los
senadores y caballeros más principales. Preparó una sala cuyas
paredes, techo y suelo eran negros como la pez, y distribuyó por él
simples divanes también negros, colocados sobre el suelo descubierto.
Por la noche convocó a sus huéspedes, que habían de asistir sin
séquito. Junto a cada uno de ellos hizo colocar primero una losa que
parecía una lápida y que llevaba inscrito el nombre del huésped, y
luego una pequeña lámpara como las que se cuelgan de las tumbas. A
continuación entraron cual espectros unos muchachos desnudos, también
pintados de negro, que bailaron una danza espeluznante en torno a
los invitados y se pusieron luego a sus pies. Tras esto, sirvieron a
los huéspedes los mismos manjares que en los sacrificios suelen
ofrendarse a los espíritus de los difuntos, todos ellos negros y en
fuentes del mismo color. Como es natural, los huéspedes todos
sintieron miedo y empezaron a temblar, temiendo que fueran a
degollarlos de un momento a otro. Menos Domiciano, todo el mundo
había enmudecido y reinaba un silencio sepulcral, como si estuvieran
ya en las moradas de los difuntos, y el propio emperador no hablaba
más que de aquello que tenía que ver con la muerte y las matanzas.
Por último, los despidió, pero antes ordenó a los esclavos que los
esperaban en el vestíbulo que se retirasen y puso a disposición de
sus invitados a otros que les eran desconocidos para que los
condujeran a sus casas en carros o literas. De esa manera, acrecentó
todavía más su miedo. Tan pronto como llegaron a sus casas y
comenzaron, como podría decirse, a recuperar el aliento, les fue
anunciada la visita de un mensajero del emperador. Cuanto todos
estaban seguros de que aquella vez sí iban a morir, una persona les
llevó la lápida del banquete, que era de plata, mientras otras a su
vez les llevaron diversos artículos, entre ellos los platos en los
que les habían servido la cena, que estaban hechos de material muy
costoso. Y al final de todo llegó el muchacho que les había sido
asignado a cada uno como espíritu familiar, ahora limpio y arreglado.
De este modo, tras haber pasado la noche entera sumidos en el terror,
recibieron los presentes".
Ese fue, pues, el "banquete fúnebre de Domiciano", como lo llamó el
pueblo.
El miedo incesante que el emperador suscitó en sus huéspedes hizo que
éstos enmudecieran. Solamente hablaba él, y hablaba de la muerte,
como si todos estuvieran ya muertos y sólo él siguiera vivo. Había
reunido para el banquete a todas sus víctimas, pues así debían
sentirse. Vestido de anfitrión, aunque mejor sería decir de
superviviente, se dirigía a ellos como víctimas disfrazadas de
huéspedes. Pero su situación de superviviente no sólo que da puesta
de manifiesto por el número de víctimas, sino que es además
potenciada con ensañamiento. Los huéspedes están ya como muertos,
pero el emperador aún podría matarlos. Esa es la clave para entender
el proceso propiamente dicho de la supervivencia. Al despedirse de
ellos les perdonó la vida. De nuevo hizo que temieran por sus vidas
al ponerlos en manos de esclavos desconocidos. Y cuando llegan a casa
les envía una vez más mensajeros de muerte, que traen presentes,
entre ellos el mayor de todos, sus propias vidas. El emperador puede
llevarlos de la vida a la muerte y traerlos luego de vuelta a la
vida, como quien dice, y se regodea una y otra vez en ese juego, que
incrementa al máximo su sensación de poder: es imposible imaginar una
sensación más intensa.

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