* de Luis de Góngora
** de Niels Bohr
foto: Samuel Beckett contempla perro y gato, tomado de Entre Gulistán y Bostan

martes, 26 de octubre de 2010

La sonrisa al pie de la escala-Henry MILLER

Nada podía menoscabar el brillo de esa extraodinaria sonrisa, grabada en el melancólico rostro de Augusto. En la pista del circo, esa sonrisa adquiría una cualidad propia, desprendida, magnificada, que expresaba lo inefable.
Al pie de una escala que ascendía hasta la luna, Augusto se sentaba en contemplación, con su sonrisa inmóvil y sus pensamientos muy lejos de allí. Esta simulación del éxtasis, que Augusto había llevado a la perfección, impresionaba siempre al público como la suma de lo incongruente. El gran favorito guardaba muchos trucos en su manga, pero éste era inimitable. Nunca se le había ocurrido a ningún bufón representar el milagro de la acensión.
Noche tras noche se sentaba así, esperando sentir el roce del hocico del caballo blanco cuya crin rodaba hasta el suelo en arroyuelos de oro. El tacto sobre su cuello del caliente hocico de la yegua era como el beso de despedida de un ser amado; lo despertaba suavemente, tan suavemente como el rocío vivifica cada brizna de hierba.
Dentro del radio de luz de los reflectores se abría el mundo en el que renacía cada atardecer. Sólo abarcaba esos objetos, criaturas y seres que se mueven en el círculo de encantamiento. Una mesa, pana, un aro de papel; la eterna escala, la luna clavada al techo, la vejiga de una cabra. Con esos elementos, Augusto y sus compañeros se ingeniaban cada noche para evocar el drama de la iniciación y de martirio.
Bañadas en círculos concéntricos de sombra, se alzaban hileras y más hileras de rostros, interrumpidas aquí y allá por algunos huecos que la luz del reflector lamía con avidez de una lengua en busca de un diente perdido. Los músicos nadando en polvo y en rayos de magnesio, se adherían a sus instrumentos como alucinados, con sus cuerpos oscilando como cañas en el vacilante juego de luces y de sombras. El contorsionista se enroscaba siempre al sordo redoble del tambor, el jinete montado en pelo era presentado siempre al son de las trompetas. En cuanto a Augusto, a veces era el débil chirrido del violín, a veces las notas burlonas del clarinete, que lo seguían mientras trenzaba sus cabriolas. Pero cuando llegaba el momento de sumergirse en el trance, los músicos, repentinamente inspirados, perseguían a Augusto de una a otra espiral de la bienaventuranza, como corceles clavados a la plataforma de un tiovivo desenfrenado.
Cada atardecer, mientras se aplicaba los afeites, Augusto discutía consigo mismo. Las focas, hicieran lo que hicieran, seguían siendo focas. El caballo seguía siendo caballo, la mesa mesa. Mientras que Augusto, al par que seguía siendo un hombre, debía convertirse en algo más; tenía que asumir los poderes de un ser muy especial con un don especialísimo. Tenía que hacer reír a la gente. No era difícil hacerla llorar, ni hacerla reír; esto lo había descubierto ya hacía tiempo, mucho antes de haber siquiera pensado en incorporarse al circo. Sin embargo, Augusto tenía otras aspiraciones: quería colmar a sus espectadores de un júbilo imperecedero. Fue esta obsesion la que lo había incitado al principio a senarse al pie de la escala y fingir el éxtasis. Y fue por pura casualidad que había caído en la apariencia de un trance: había olvidado simplemente lo que tenía que hacer después. Cuando se recobró, un poco perplejo y sumamente receloso, descubrió que lo estaban aplaudiendo a rabiar. La noche siguiente repitió el experimento, esta vez deliberadamente rogando que la risa ronca, insensata, que tan fácilmente había provocado, diera lugar a ese júbilo supremo que ansiaba transmitir. Pero cada noche, a pesar de sus casi religiosos esfuerzos, lo esperaba al final el mismo aplauso delirante.
Cuanto más fortuna lograba este número al pie de la escala, tanto más fuerte se haía la ansiedad de Augusto. Cada noche la risa sonaba más irritante a sus oídos. Hasta que se hizo insoportable. Una noche, la risa se transformó súbitamente en burlas y silbidos, seguidos por una lluvia de sombreros, de desechos y otros objetos más sólidos. Augusto no había conseguido "despertar". Por treinta minutos el público había esperaddo, se había puesto incómodo, luego suspicaz, hasta quee la tensión estalló en una explosión de burla. Cuando Augusto volvió en sí, en su camarín, se sorprendió al ver a un médico inclinado sobre él. Su cabeza y su rostro eran un montón de tajos y magulladuras. La sangre se había coaguladdo sobre los afeites, deformando su imagen hasta hacerla irreconocible. Parecía un trozo de carne cruda abandonada sobre el mostrador de una carnicería.
Su contrato terminó bruscamente y Augusto huyó del mundo que conocía. Sin ganas de reanudar su vida de payaso, se edicó a errar. Derivó anónimo, inadvertido, entre los millones de personas a quienes había enseñado a reír. No había resentimiento en su corazón, sólo uan profunda tristeza. Luchaba constantemente por contener las lágrimas. Al principio, aceptó este nuevo estaddo del corazón. Sólo era un malestar, se decía, provocado por la repentina interrupción de una rutina de toda la vida. Pero cuando hubieron pasado varios meses, comenzó a darse cuenta de estaba llorando la pérdida de algo que le había sido arrebatado, no el poder de hacer reír a la gente, no, eso ya no le importaba, sino algo más, algo más profundo que eso, algo que era exclusivamente suyo. Así, un día, cayó en la cuenta de que había pasado mucho, mucho tiempo desde que había conocido el estado de bienaventuranza. Tembló tanto al descubrirlo que no pudo esperar a llegar a su habitación, y en vez de precipitarse a su hotel, llamó a un taxi y ordenó al chófer que lo llevara hacia los suburbios. Pero, adónde exactamente, quería saber el conductor. "Donde quiera que haya árboles", dijo Augusto con impaciencia. "Pero dése prisa, por favor, es muy urgente."
Más allá de un depósito de carbón había un árbol solitario. Augusto ordenó al chófer que se detuviera.
-¿Es éste el lugar?- preguntó, inocentemente, el chófer.
-Sí. Déjeme en paz- respondió Augusto.
Durante un tiempo que le pareció interminable, Augusto trató desesperadamente de recrear el estado de ánimo que generalmente sirviera de preludio a la representación nocturna al pie de la escala. Desgraciadamente, la luz era tremenda; un sol abrasador quemaba los globos de los ojos. "Me sentaré aquí", se dijo, "hasta que caiga la noche. Cuando salga la luna, todo volverá a su lugar." En pocos minutos se adormeció, hundiéndose en un sueño pesado que lo llevó de vuelta a la arena. Todo era como había sido siempre, excepto que los hechos no transcurrían ya en un circo. El techo de la carpa había desaparecido, las paredes de lona se habían derrumbado. Brillaba ahora sobre él, alta en el cielo, la luna verdadera, una luna que parecía correr a través de nubes fijas. En lugar de las habituales filas circulares de bancos, ascendían en un suave declive, directamente hacia el cielo, muros de gente. No se oía ni una risa, ni un murmullo. Sólo esas vastas multitudes de espectros, colgando allí, suspendidos en el espacio insondable, cada uno de ellos crucificado. Paralizado de miedo, Augusto olvidó lo que tenía que hacer. Después de un intolerable lapso de incertidumbre, durante el cual le pareció hallarse más cruelmente abandonado y desamparado que el mimso Salvador, Augusto hizo un frenético esfuerzo para escapar de la pista. Pero, corriera donde corriera, todas las salidas estaban bloqueadas. Desesperado, recurió a la escala; empezó a subir febrilmente por ella y subió, subió hasta que le faltó el aliento. Después de una pausa, se atrevió a abrir los ojos y a mirar en torno. Primero, miró hacia abajo. El pie de la escala era casi invisible, tan lejos estaba la tierra. Luego, miró hacia arriba; miles de escalones extendíanse sobre su cabeza, interminablemente, perforando las nubes, horadando el mismo azul real donde yacían muellemente las estrellas. La escala ascendía verticalmente hacia la luna, una luna clavada más allá de las estrellas, infinitamtne remota, pegada como un disco helado a la bóveda celeste. Augusto comenzó a llorar, luego a sollozar. Como un eco, débil, contenido al principio, dilatándose luego, gradualmente, hasta convertirse en un lamento oceánico, llegaron a sus oídos los gemidos y sollozos de la innumerable multitud que lo rodeaba. "Horrible", susurró. "Es como el nacimiento y la muerte a un mismo tiempo. Soy el prisionero en el Purgatorio";y se desvaneció, cayendo hacia atrás en la nada. Recobró la conciencia en el preciso instante en que advirtió que la tierra avanzaba hacia él para recibirlo. Eso, lo sabía, sería el fin de Augusto, el fin real, la muerte de las muertes. Y entonces, como el destello de un cuchillo, acudió un relámpago de memoria. No le quedaba ya ni un segundo; medio segundo quizá, y habría dejado de existir. ¿Qué era eso que se había sacudido en las profundidades de su ser, atravesándolo con la celeridad de una hoja de espada, sólo para precederlo en el olvido? Pensó con tal rapidez que en la fugaz fracción del segundo que le restaba,pudo resumir toda la procesión de su vida. Pero el momento más importante de ella, la joya en torno a la cual se aglutinaban todos los acontecimientos significativos del pasado,no podía ser revivida. Era la revelación misma la que estaba zozobrando en él, ya que sabía en ese ahora quee en algún momento del tiempo todo le había sido revelado. Y, ahora que estaba a punto de mirir, éste, el supremo don, le era arrebatado. Como un avaro, con una astucia y una ingeniosidad inconmensurables, consiguió hacer lo imposible: apresando esta última fracción de un sgundo que le había sido adjudicada, comenzó a dividirla en momentos de duración infinitesimal. Nada que hubiera experimentado en sus cuarenta años de vida, no todos los momentos de alegría reunidos, podían compararse con el placer sensual que ahora sentía al economizar estos fragmentos astillados de una fracción de segundo hecha añicos. Pero, cuando había picado este último momento de tiempo en migajas infinitesimales, de modo que se extendiera en torno suyo como un vasto tejido de duración, hizo el alarmante descubrimiento de que había perdido la facultad de la memoria. Se había borrado a si mismo.
Al día siguiente, con el ánimo estragado por las consecuencias de este sueño, Augusto decidió no salir de su habitación. Sólo hacia el atardecer se animó a abandonarla. Había pasado todo el día en cama, jugando desaprensivamente con bandadas de recuerdos que,por alguna razón inexplicable, había descendido sobre él como una manga de langostas. Finalmente, harto de ser peloteado de un lado para otro en esta enorme olla de reminiscencias, se visitó y salió desganadamente a la calle, para perderse entre la gente. Y fue con cierta dificultad que consiguió recordar el nombre de la ciudad por cuyas calles deambulaba.En las afueras de la ciudad tropezó con un grupo de gente de circo, una de esas bandas trashumantes de cómicos de la legua, que viven sobre ruedas. El corazón de Augusto comenzó a latir furiosamente. De forma impulsiva, se precipitó hacia una de las carretas,dispuestas en círculo, y ascendió timidamente los pequeños escalones que habían sido desplegados desde laparte trassera del vehículo. Estaba ya a punto de llamar cuando el relincho de un caballo muy cerca suyo, lo detuvo. Un instante después, el hocico del animal estaba rozando su espalda. Una profunda alegría invadió todo su ser. Enlazando con sus brazos el pescuezo del anial, le habló con palabras suaves, sedantes, como saludando a un amigo hace tiempo perdido.
La puerta detrás de él se abrió de golpe y una voz de mujer sofocó una exclamación de sorpresa. Alarmado,, csi fuera de sí, murmuró:
-Soy yo, Augusto...
-¿Augusto? -repitió la mujer-. No lo conozco.
-Perdóneme- musitó Aiugiusto, como disculpándose-, debo irme.
Apenas se hubo alejado unospasos, oyó gritar a la mujer:
-¡Eh, Augusto, vuelve! ¿Por qué te vas?
Augusto se detuvo bruscamente, se volvió, dudó un instante y sonrió con todos sus dientes. La mujer se Augusto. Por un instante, tuvo la idea de volverse y huir. Pero era demasiado tarde. Los brazos de la mujer lo ceñian ya, apretándolo fuertemente.
-¡Augusto, Augusto! -exclamó ella, una y otra vez-. Pensar que no te reconocí...
Al oír esto, Augusto palideció. Era la primera vez desde que había comenzado ao vagabundear que alguien lo reconocía. La mujer seguía sujetándolo como una mordaza de carpintero. Lo estaba ahora besando, primero en una mejilla, luego en la otra, luego en la frente, en los labios. Augusto temblaba.
-¿Podría darme un terrón de azúcar?- rogó no bien pudo zafarse.
-¿Azúcar?
-Sí, para el caballo.
Mientras la mujer revolvía el carromato en busca de azúcar, Augusto se acomodó en los escalones. Con suave, trémulo hocico, el caballo estaba ahora lamiendo su nuca. Y fue precisamente en ese momento, extraña coincidencia, que la luna se desembarazó de las distantes copas de los árboles. Una maravillosa calma descendió sobre Augusto. Por unos pocos segundos -difícilmente podría haber durado más- disfrutó de una especie de sueño crepuscular. La muhjer se acercó brincando, su falda desprendida rozó el hombro de Augusto cuando saltó al suelo.
-Todos te creíamos muerto- fueron sus primeras palabras, mientras se echaba a sus pies, en el pasto-. Todo el mundo te ha estado buscando -agrego rápidamente, pasándole un terrón de azúcar tras otro.
Augusto escuchaba en silencio mientras la mujer parloteaba sin cesar. El sentido de sus palabras le llegaba lentamente, muy lentamente, como si viajaran hasta sus oídos desde una distancia remota. Estaba absorbido por la deliciosa sensación quee recorría todo su cuerpo cada vez que el hocico húmedo y caliente del caballo lamía la palma de su mano. Estaba reviviendo incesantemente esa etapa intermedia que solía experimentar todas las noches al pie de la escala, el breve lapso entre el desvanecimiento doe la bienaventuranza y el salvaje estallido de los aplausos que lleghaban siermpre a él como el retumbar de truenos lejanos.
Augusto ni pensó siquiera en volver al hotel para recoger sus pocos bártulos. Extendió una manta en el suelo, junto al fuego y, encerrado en el circulo mágico de ruedas y carromatos, yació despierto, siguiendo el cárdeno curso de la luna. Cuando cerrópor fin los ojos, lo hizo decidido a seguir a la "troupe". Sabía que podía confiar en ellos para mantener secreta su identidad.
Ayudar a tender la carpa, deenrollar las grandes alfombvras, trasladar los puntales, bañar los caballos y cuidarlos, hacer las mil y una tareas que le estaban asignadas, todo era un puro hjúbilo para Augusto. Se perdía abandonadamente en la ejecución de las serviles faenas que comamban sus días. De cuando en cuando, se daba el lujo de contemplar la función como un espectador más. Observaba con nuevos ojos la habilidad y la fuerza de sus compañeros de ruta. Por sobre todas lass cosas,le intrigaba la mímica de los payasos, una pantomima cuyo lenguaje resultaba m´sa elocuente ahora que cuando era uno de ellos. Tenía una sensación de libertad, a la que había perdido derecho como actor. Pero era bueno renunciar al propio papel, sumergirse en el aburrimiento de la vida, tornarse en polvo y, sin embargo...bueno, saber que se seguía siendo parte de todo, útil aún, quizá más útil de este modo. ¡Cuánto egotismo había en imaginar que porque se podía hacer llorar y reír a los hombres, se les estaba haciendo un gran don! Ya no sabía de aplausos, ni de algazaras, ni de lisonjas. Estaba recibiendo ahaora algo mucho mjero, mucho más reconfortante: "sonrisas". ¿Sonrisas de gratitud? No. Sonrisas de reconocimiento. Era aceptado nuevamente como un ser humano, aceptado por sí mismo, por lo que fuera en él que lo distinguía y unía al mismo tiempo a su semejante. Era como recibir un sueldo cuando se está necesitado, que regenera el flujo del corazón mucho más y de una manera que los billetes nunca lo hacen.
Con estas cálidas sonrisas que acopiaba como grano maduro, Augusto iba expandiéndose cada día, floreciendo de nuevo. Pertrechado de una inagotable generosidad, mostrábase siempre ansioso de hacer más de loq ue se le pedía. Nada de cuanto pudiera pedírsele parecíale demasiado; así lo sentía. Había una frasecita que siemrpe mascullaba para sí mientras cumplía su faena:"A votre service." Con los animales levantaba la voz, ya que con ellos no había necesidad de disimular tan simples palabras. "A votre service", decía a la yegua mientras deslizaba sobre la cabeza del animal la alforja del forraje. Y lo mismo a las focas, mientras palmeaba sus lomos brillantes. A veces, también, salía trastabillando de la gran carpa hacia la noche constelada de estrellas, miraba hacia arriba como si quisera penetrar el velo que protege nuestros ojos de la gloria de la cración y murmuraba suavemente, reverentemente:"A votre service, Grand Seigneur!"
Nunca había sabido Augusto de tanta paz, de tanta satisfacción, de tan honda y perdurable alegría. Los días de pago iba a la ciudad con sus magras ganancias en el bolsillo y erraba por los comercios, buscando regalos para los niños y los animales. Para sí,un poco de tabaco, nada más.
Pero un día, Antoine, el payaso, cayó enfermo. Augusto estaba sentado frente a uno de los carromatos, remendando un viejo par de pantalones, cuando le dieron la noticia. Murmuró unas pocas palabras de pesar y siguió cosiendo. Entendió inemdiatamente, por supuesto, que este hecho inesperado lo comprometía. Se le pediría, sin lugar a dudas, que reemplazara a Antoine. Trató de reprimir la agitación que aumentaba rápidamente en su ccorazón. Trató de pensar con calma y cordura qué respuesta daría cuando llegara el momento.
Esperó y esperó que alguien viniera a él, pero nadie vino. Nadie más que él podía reemplazar a Antoine, estaba seguro. ¿Qué los detenía, entonces? Finalmente, se incorporó y empezó a dar vueltas, sólo para darles a entender que estaba allí, que podían hacerle la propuesta ccuando quisieran. Pero nadie dio un paso para entablar conversación con él.
Al final, se decidió a romper él mismo el hielo. ¿Por qué no, después de todo? ¿Por qué no habría de ofrecer voluntariamente sus servicios? Se sentía tan animaddo, tan lleno de buena voluntad hacia todos. Ser nuevamente payaso, no era nadda, nada. Lo mismo hubiera podido ser una mesa, una silla, una escala, si fuera newcesario. No quería privilegios; era uno de ellos, uno más, listo para ccompartir sus pesares y desgracias.
-Mire- le dijo alpatrón apenas pudo pescarlo-, estoy perfectamente preparado para ocupar el lugar de Antoine en la función de esta noche. Es decir... -y dudó un momento- a menos que usted haya pensado en alg
un otro.
-No, Augusto, no hay nadie más, bien lo sabes. Es muy generoso de tu parte...
-¿Pero qué?...-interrumpió-. ¿Tiene miedo acaso de que no sea ya capaz de actuar?
-No. No es eso, no es eso. No; sería una suerte poder contar contigo...
-Pero, entonces ¿qué? -exigió Augusto, casi temblando de aprensión, porque comenzaba a comprender que ebía luchar con la delicadeza y el tacto.
-Bueno, pasa que...-comenzó el patrón, en su estilo lento y monótono- hemos estado discutiéndolo entre nosotros. Sabemos cómo son las cosas para ti. Ahora bien, si reemplazaras a Antoine..., pero, ¡maldita sea!, ¿qué estoy diciendo? ¡Vamos! ¡No te quedes ahí, mirándome de ese modo! Mira, Augusto, lo que estoy tratando de explicarte es que... bueno.. sólo que... no queremos reabrir viejas heridas. ¿Entiendes?
Augusto sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Agarró las dos manazasa del patrón, las sostuvo suavemente entre las suyas y, sin abrir siquiera la boca, tartamudeó su agradecimiento.
-Déjeme que lo reemplace esta noche -rogó-. Estoy a su disposición por todo el tiempo que quiera, una semana, un mes,seis meses. Me darán un enorme placer,ésa es la verdad. No me dirá que no, ¿verdad?
Algunas horas después, Augusto estaba sentado ante el espejo, estudiando su rostro. Había sido siempre su costumbre,antes de aplicarse el maquillaje de cada noche,sentarse y observarse detenidamente, por largos intervalos. Era su modo de prepararse para la función. Se sentaba mirando su cara melancólica y, entonces, súbitamente, comenzaba a borrar esa imagen, a imponerse otra nueva, que todos conocían y era en todas partes el verdadero rostro de Augusto. Al verdadero Augusto nadie lo conocía, ni siquiera sus amigos,pues lafama había hecho de él un ser solitario.
Sentado así, invadido por los recuerdos de miles de otras noches ante el espejo, Augusto empezó a comprender que esta vida aparte, esta vida que había atesorado celosamente como la suya propia, esta secreta existencia que preservaba supuestamente su identidad,no era en absoluto una vida, no era en realidad nada, ni siquiera una sombra e vida. Sólo había comenzado a vivir desde el día que se había incorporado a la "troupe", desde el momento en que había empezado a servir en la condición del más humilde. Esa vida secreta se había desvanecido casi sin que él se diera cuenta; era otra vez un hombre como los demás, haciendo todas las cosas tontas, fútiles y necesarias que los otros hacían, y de esa manera había sido feliz, había colmado sus días. Esta noche se presentaría no como Augusto, el payaso de fama mundial, sino como Antoine, de quien nadie había oído hablar. Precisamente porque no tenía fama ni renombre, Antoine era aceptado cada noche como una cosa natural. Ninguna ovación lo despedía cuando abandonaba la pista; la gente sonreía simplemente con indulgencia, sin demostrar mayor estimación de su arte que la que demostraba ante los sorprendentes juegos malabares de las focas.
En ese punto de sus cavilaciones, un pensamiento inquietante vino a quebrar súbitamente su ensueño. Había luchado hasta entonces precisamente para proteger de las miradas del público esa vida privada, vacía. Pero ¿qué ocurriría si esta noche alguien lo reconocía, reconocía al payaso Augusto? ¡Sería realmente una calamidad! Nunca volvería a tener paz; sería perseguido de ciudad en ciudad, acosado para que explicara su extraño comportamiento, importunado para que reasumiera su puesto en el mundo de las "vedettes". De un modo vago, sentía que hasta podrían acusarlo de haber querido asesinar a Augusto. Augusto se había convertido en un ídolo; pertenecía al mundo. ¡Y quién sabe hasta dónde llegarían en su persecución!...
Llamaron a la puerta. Alguien había entrado un momento sólo para ver si todo estaba en regla. Después de unas pocas palabras, Augusto preguntó cómo se sentía Antoine.
-¿Mejorando, espero?
-No- dijo el otro, gravemente-, parece estar empeorando. Nadie sabe exactamente lo que tiene. ¿No podrías hablar un poco con él antes de actuar?
-Naturalmente -replicó Augusto-, en unos minutos estaré con él -y siquió maquillándose.
Antoine se revolvia febrilmente cuando entró Augusto. Inclinándose sobre el enfermo, Augusto estrechó entre sus manos la húmeda mano de Antoine.
-¡Pobre!- murmuró-. ¿Qué puedo hacer por ti?
Antoine lo miró vaciamente durante largos minutos. Lo miraba fijo, con la expresión alelada de quien se está mirando en un espejo. Augusto comenzó a entender lo que estaba pasando por la mente de Antoine.
-Soy yo, Augusto- dijo, con suavidad.
-Ya sé- dijo Antoine-. Eres "tú"... pero también podria haber sido "yo". Nadie verá la diferencia. Y tú eres grande y yo nunca he sido nadie.
-Hace unos minutos yo estaba pensando exactamente lo mismo-dijo Augusto, con una sonrisa pensativa-. ¡Es gracioso! ¡Un poco de pintura grasosa, una vejiga, una indumentaria cómica, qué poco se necesita para convertirse en nadie! Eso eslo que somos, "nadie"; y "todos", al mismo tiempo. No es a nosotros a quienes aplauden, es a ellos mismos. Mi querido amigo, ddebo irme dentro de un momento, pero primero déjame decirte algo que aprendí hace poco...Ser uno mismo, sólo uno mismo, es una gran cosa. Pero ¿cómo lograrlo, cómo hacer para conseguirlo? Ah, ése es precisamente el truco más difícil de todos. Y es difícil justamente porque no exige ningún esfuerzo. Uno no trata de ser ni una cosa ni otra, ni grande ni pequeño, ni inteligente ni torpe...¿entiendes? Hace todo lo que se le presenta; y lo hace buena gana, "bien entendu". Porque nada carece de importanccia. Nada. En lugar de risas y aplausos, recibe sonrisas; perqueñas sonrisas satisfechas, nada más. Pero es todo... más de lo que uno podría pedir. Uno hace el trabajo más sucio, aliviando a la gente de sus cargas. Eso les hace felices: pero, lo hace a uno mucho más feliz, ¿entiendes? Por supuesto, uno debe hacerlo inadvertidametne, por decirlo así; nunca debe dejarles saber el placer que le causa. Una vez que lo descubren, que conocen su secreto,uno está perdido para ellos. Lo llamarán egotista, no importa cuánto haga uno por ellos. Se puede hacerlo todo por ellos,literalmente matarse trabajando mientras no sospechen que lo están enriquciendo, dándole una alegría que uno no podría darse nunca a sí mismo...Bueno, perdóname, Antoine, no quise hacer un discurso tan largo. De todos modos, esta noche eres tú quien me está haciendo un regalo. Esta noche puedo ser yo mismo al ser tú y esto es mejor todavía que ser tú mismo, "compris"?
Aquí, Augusto se contuvo, pues al dar expresión a este último pensamiento, se le ocurrió de pronto una idea genial. Pero no era una idea que pudiera ser comunicada a Antoine ahí y entonces. Involucraba un cierto riesgo, tal vez un elemento de peligro. Pero no pensaría en eso. Ahora lo que tenía que hacer era apurarse y ponerla en práctica cuanto antes... esa misma noche quizá.
-Mira, Antoine -dijo, casi ásperamente, preparándose para irse-, actuaré esta noche y quizá en la función de mañana a la noche,pero después de eso lo mejor será que tú estés ya en pie. No quiero volver a ser un payaso, ¿entiendes? Me daré una vuelta por aquí mañana por la mñana. Tengo que decirte algo más, algo que te va a animar -hizo una pausa para aclararse la garganta-. Siempre quisiste ser una "estrella", ¿no es cierto? Bueno, ¡recuérdalo! Estoy madurando una idea y serás tú quien le saque o no provecho. Hasta luego y que duermas bien.
Palmeó rudamente a Antoine, como si quisiera empujarlo al bienestar. Mientras se dirigía hacia la puerta, sorprendió la vaga sugestión de una sonrisa insinuándose en los labios de Antoine. Cerró la puerta suavemente y entró de puntillas en la oscuridad.
Mientras caminaba hacia la gran carpa, tarareando para sí, la idea que se había apoderado de él hacía unos instantes comenzó a hacerse más clara. Apenas podía esperar su turno, tan ansioso estaba de poner en marcha su plan. "Esta noche", se decía, mientras mordía el freno, "actuaré como nunca; será un número nunca visto. Esperen, muchachos, esperen a que Augusto haga su aparición en la pista."
Era presa de tal frenesí de impaciencia que, cuando apareció bajo el chorro de luz de los reflectores, acompañado por unos pocos débiles chirridos del violín, corcoveaba como una cabra enloquecida.
Desde el mismo instante en que tocaaraon sus pies el aserrín, todo fue pura improvisación. Jamás se le habían pasado anteriormente por la cabeza y mucho menos ensayado estas cabriolas salvajes,insensatas. Se había dado a sí mismo carta blanca y estaba escribiendo en ella el nombre de Antoine en letras indelebles. ¡Lástima que Antoine no pudiera estar allí para presenciar su propio "debut" como estrella mundial!
Sólo habían pasado unos minutos y Augusto comprendió que tenía ya al público en un puño. Y eso que apenas había roto el fuego, por así decir. "¡Esperen, muchachos., esperen!", seguía mascullando, "esto no es nada aún. Antoine sólo está naciendo; ni siquiera ha empezado a patalear."
Concluidoo el número preliminar, se vio de pronto rodeado por un grupo excitado. Entre ellos estaba el patrón.
-¡Pero estás loco!-fueron las primeras palabras de éste-. ¿O quieres arruinar a Antoine?
-No tema- replicó Augusto, sonrojándose de alegría-. Estoy "haciendo" a Antoine. Tenga paciencia. Le juro que todo terminará bien.
-Pero es demasiado bueno ya. De eso me quejo. Después de esta función Antoine estará liquidado.
No había tiempo para seguir hablando. Había que despejar la pista para los trapecistas; y como la "troupe" era pequeñá, todos tenían que poner manos a la obra.
Cuando llegó el momento de que reaparecieran los payasos, hubo una prolongada salva de aplausos. Ni bien asomó Augusto su ccabeza,. el público estalló en vítores. "¡Antoine, Antoine!", gritaban, pateando, silbando, batiendo las palmas como locos, "que salga Antoine".
Era a esta altura de la función nocturna que Antoine hacía por lo general un solo, un pequeño número bastante gastado del cual habíase evaporado hacía años el último soplo de ngenio. Observando noche tras noche el rutinario acto,Augusto había pensado muchas veces cómo podría modificarse cada gesto, si le tocara a él representarlos. Y ahora se encontraba precisamente ejecutando la misma pantomima que había frecuentemente ensayado, hasta en sueños. Se sentía en verdad como un maestro dando los últimos toques a un retrato que un discípulo negligente habia abandonado. Salvo el tema mimso, nada quedaría del oriignal. Se empezaba por modificarlo por aquí y allá y se terminaba por crear algo totalmente nuevo.
Augusto se lanzó a ello como un maniático inspirado. no había nada que perder; al contrario, todo podía ganarse. Cada nueva contorsión u ocurrencia representaba un nuevo hálito de vida "para Antoine". A medida que iba retocando, perfeccionando el giro de una fase a la siguiente, Augusto tomaba mentalmente nota para explicar después a Antoine, exactamente, cómo reproducir los efectos que estaba logrando. Brincaba de un lado para otro como tres personas distintas a un tiempo: Augusto, el maestro; Augusto en el papel de Antoine y Antoine en el papel de Augusto. Y por encima y más allá de los tres personajes, cerníase una cuarta endidad que se cristalizaría y se haría más manifiesta con el tiempo: Antoine en el papel de Antoine. Un Antoine recién nacido, sin lugar a dudas, un Antoine "in excelsis". Cuanto más pensaba en este último Antoine (era sorprendente a cuánta especulación podía entregarse mientras actuaba) mayor era su conciencia de los límites y susceptibilidades del persoanje que estaba elaborando. Era en Antoine en quien seguía pensando, no en Augusto; Augusto estaba muerto. No tenía el más leve deseo de verse reencarnado en el mundialmente famoso Antoine. Todo su interés se concentraba en la idea de hacer a Antoine tan famoso que nunca más se volviera a mencionar a Augusto.
A la mañana siguiente, los diarios se deshacían en alabanzas para Antoine. Naturalmente, Augusto había explicado al patrón su proyecto antes de acostarse. Se convino en que se tomarían todas las precauciones para mantener el plan en secreto. Y ya nadie, salvo los miembros de la "troupe", estaba enterado de la enfermedad de Antoine, y que el mismo Antoine ignoraba el glorioso futuro que le había sido preparado, las perspectivas parecían relativamente optimistas.
Augusto se moría lógicamente de impaciencia por cumplir la visita prometida a Antoine. Había decidido no mostrarle en seguida los diarios y hacerle saber, simplemente, cuál era el plan que había elaborado para los pocos días en que Antoine no podría actuar. Tenía que convencerlo primiero, antes de revelarle la magnitud de su obra; de lo contrario, Antoine podría sentirse intimidado por un triunfo que había conseguido ya hecho. Augusto ensayó todo lo que iba a decirle, punto por punto, antes de encaminarse hacia la habitación de Antoine. Ni se le pasó siquiera por la cabeza la posibilidad de que lo que iba a proponerle estuviera más allá del poder de aceptación de Antoine.
Se contuvo casi hasta el mediodía, en la esperanza de que para entonces Antoine estaría y en el ámbito adecuado para recibirlo. Cuando se puso al fin en marcha, se sentía exultante. Estaba seguro de que podría convencerlo de que la herencia que le dajaba era legítima. "Después de todo", decía, "es sólo un pequeño empujón que le estoy dando. La vida está llena de pequeñas trampas y hay que sacarles provecho. Nadie llega a nada por sí solo, sin ayuda." Una vez que se sacó este peso de encima, casi empezó a trotar. "No le estoy engañando ni robando", siguió. "El siempre quiso ser famoso, ¡ahora 'lo es'!... o 'lo será' dentro de una semana. Antoine será Antoine...sólo que un poco mejor...Eso es todo. Todo lo que a veces se necesita es un pequeño accidente, un truco de la fortuna, un empujón del más allá y ahí está uno, en cuatro patas bajo la luz de los reflectores".
En este moemnto recordó su propio acceso súbito a la fama. ¿Qué había tenido que ver él, Augusto, con ello? Lo que había sido sólo un accidente, fue aclamado toda la noche como un rasgo de genio. ¡Qué poco entendía el público! ¡Qué poco entendía cualquiera, cuando se trataba del destino! Ser payaso era ser un peón del destino. La vida en la arena del circo era una pantomima hecha de caídas, bofetadas, puntapiés, un interminable dar y esquivar patadas. ¡Y era mediante esta vergozosa "rigolade" que se conquistaba el favor del público!¡El querido payaso! Su privilegio consistía en recrear los errores, las locuras, las estupideces, todos los malentendidos que plagan a la humanidad. Ser la inepcia mimsa: algo que hasta el último zoquete podía representar. No entender, cuando todo está claro como el agua; no pescar ni jota aunque le repitan mil veces el truco; andar a tientas, como un ciego, cuando todos los letreros están indicando la dirección debida; insistir en abrir la puerta que no corresponde, aunque tenga un enorme cartel que diga "¡¡Peligro!!; estrellarse de cabeza contra el espejo, en vez de rodearlo; ¡meter el ojo en el caño de una escopeta"cargada"! La gente nunca se cansa de estas absuridades, pues durante milenios los seres humanos han recorrido todos los caminos equivocados y durante milenios todas sus búsquedas e indagaciones no han hecho sino meterlos en un "cul-de-sac". El maestro de la ineptitud tiene todo el tiempo para sí. Sólo se rinde ante la eternidad...
Estaba entregado a estas divagaciones cuando vio el carromato de Antoine. Se sobresaltó un poco, sin saber a ciencia cierta por qué, cuando vio al patrón que venía hacia él, evidentemente desde la cabecera de Antoine. Pero se sobresaltó aún más cuando el patrón lo detuvo con un gesto de la mano. La expresión en el rostro del hombre despertó en Augusto una nítida sensación de alarma.
Se quedó dondes estaba, esperando sumiso a que el otro abriera la boca.
Cuando estaba a sólo unos pasos de Augusto, el patrón alzó de pronto los brazos en un ademán de desesperación y resignación. Augusto no tuvo ya necesidad de oír, sabía lo que vendría después.
-¿Cuándo fue?- preguntó no bien habían andado unos pasos.
-Hace apenas unos minutos. De golpe. En mis brazos, precisamente.
-No entiendo- murmuró Augusto- "qué fue lo que pudo haberlo matado. Anoche, cuando hablé con él, no parecía estar tan grave.
-Exactamente- dijo el patrón.
Hubo algo en ese "exactamente" que hizo sobresaltar a Augusto.
-¿No querrá decir...? -se interrumpió. Era demasiado fantástico; se negaba a aceptar la idea. Pero, un minuto después, a pesar de ello, preguntó-: ¿No quiere decir- y aquí vaciló nuevamente-, no quiere decir que oyó...?
-Precisamente.
Augusto se sobresaltó una vez más.
-Si me pidiera mi parecer- siguió el patrón, en el mismo tono irritante- diría, sinceramente, que murió de pena.
Dicho esto, se detuvieron bruscamente.
-Mira-dijo el patróhn-, no es culpa tuya. No te lo tomes tan a pecho. Yo sé, todos sabemos mejor dicho, que eres inocente. En todo caso, lo cierto es que Antoine jamás hubiera llegado a ser un gran payaso. Había renunciado a serlo hace ya mucho tiempo. -Murmuró algo entre dientes y prosiguió, con un suspiro-: La cuestión es cóo explicar la función de esta noche. Va a ser difícil ocultar ahora la verdad, ¡no crees? No contábamos con que pudiera morir repentinamente, ¿no es cierto?
Hubo una pausa y, luego, Augusto dijo con calma:
-Creo que me gustaría estar solo un rato, si no tiene inconveniente.
-Bueno-dijo el patrón-. Resuélvelo tú mismo. Tenemos tiempo todavía...-no agregó para qué.
Aturdido, desalentado,Augusto erró en dirección a la ciudad. Caminó largo tiempo sin un solo pensamiento en la cabeza; sólo una especie de dolor sordo, torpe, que traspasaba todo su cuerpo. Finalmente, se sentó en el extremo de la "terrasse" de un café y pidió una copa. No, decididamente, nunca había contado con esta eventualidad. otro ardid del destino. Una cosa era bien clara: tendría que convertirse nuevamente en Augusto o en Antoine. Ya no podía seguir en el anonimato. Se puso a pensar en Antoine, el Antoine al que había encarnado la noche anterior. ¿Sería cpaz de hacerlo nuevamente esgta noche, con la misma vis cómica y el mismo placer? Se olvidó completamente del Antoine que yacía rígido, muerto, en el carromato. Sin darse cuenta, se había metido en los zapatos de Antoine. Ensayó minuciosamente el papel, analizándolo, desmenuzándolo, remendándolo, mejorándolo con algunos toque aquí y allá...y así continuó, de un acto a otro, de un público a otro, noche tras noche, pueblo tras pueblo. Entonces,súbitamente, recobró la conciencia. Se enderezó bruscamente en su asiento y comenzó a hablarse en serio: "Entonces vas a convertirte nuevamente en un payaso, ¿verdad? No has tenido bastante, ¿eh? Mataste a Augusto, asesinaste a Antoine..., ¿qué más quieres? Hace apenas dos días eras un tipo feliz, un hombre libre. Ahora estás atrapado y eres, por añadidura, un asesino. ¿Y supones que con una conciencia culpable podr´ñas seguir haciendo reír a la gente? ¡Ah, no, eso es llevar las cosas demasiado lejos!"
Apoyó su puño en la mesa de mármol,como para convencerse de la seriedad de sus palabras. "Una gran actuación anoche. Y ¿por qué? Porque nadie había sospechado qaue el verdadero autor era Augusto. Era su talento, su genio, lo que habían aplaudido. Nadie podía haber sabido. Perfecto. Triunfo total. Y Q.E.D." Se frenó una vez más, como su caballo:"¿Cómo es eso? ¿Q.E.D.? ¡Ah, así que era eso! Era por eso que Augusto estaba tan ansioso de reemplazar a Antoine. A Augusto nunca le había importado un comino que Antoine se hiciera famoso, ¿verdad? ¿'Sí' o 'no'? Augusto sólo se había preocupado de asegurarse de que la reputación que había creado le perteneciera realmente. Augusto se había trahgado el anzuelo como un pez. ¡Bah!" Escupió un poco de saliva, con repugnancia.
Su garganta se había resecado tanto por la excitación qeu golpeó las manos y pidió otra copa. "Mi Dios", prosiguió, después de haberse humedecido el paladar. "¡pensar que un hombre se puede tender a sí mismo semejantes lazos! Feliz un día, desdichado el siguiente. ¡Qué idiota! ¡Qué idiota he sido!" Se detuvo a reflexionar un instante, juiciosamente. "Bueno, hay una cosa que ahora entiendo: mi felicidad era real, pero infundada. Tengo que recuperarla, pero esta vez honestamente. Tengo que apresarla y retenerla con las dos manos, como una joya. Tengo que aprender a ser feliz como Augusto, como el payaso que soy en realidad."
Bebió otro sorbo de vino y se sacudió luego coo un perro."Quizá ésta sea mi última oportunidad; tendré que recomenzar una vez más desde el principio." Dicho esto, se puso a especular sobre la posibilidad de elegir un nuevo nombre para reemplazar al de Augusto. El juego lo llevó muy lejos del tema. "Sí", continuó, "haré algo nuevo, distinto, algo enteramente nuevo. Si no me hace feliz, al menos me mantendrá alerta. Quizá Sudamérica..."
Esta decisión de empezar de nuevo era tan fuerte que volvió casi al galope al lugar donde se levantaba el circo, y corrió en busca del patrón.
-Está decidido- dijo, casi sin aliento-, parto ahora mismo. Me voy lejos, muy lejos, donde nadie me conozca. Empezaré de nuevo.
-Pero ¿por qué?- exclamó el patrón-. ¿Por qué tienes que empezar de nuevo cuando ya te has hecho una gran reputación?
-No me va a entender, pero se lo explicaré lo mismo. "Porque esta vez quiero ser feliz".
-¿Feliz? No entiendo. ¿Por qué feliz?
-Porque por lo general un payaso sólo es feliz cuando es alguien más, y yo no quiero ser nadie más que yo mismo.
-No entiendo una sola palabra. Escúchame, Augusto...
-Mire-terció Augusto, retorciéndose las manos-, ¿qué es lo que hace reír y llorar a la gente cuando actuamos?
-Pero, viejo, ¿qué tiene que ver todo eso? Esas son preguntas académicas. Hablemos en serio. Atengámonos a la realidad.
-Eso es precisamente lo que acabo de descubrir-dijo Augusto, gravemente-.
"¡Realidad!" ¡Esa es la palabra exacta! Ahora sé, al fin, quién soy, qué soy y qué debo hacer. "Eso es realidad". Lo que usted llama realidad no es más que aserrín; se desmenuza, se escapa entre los dedos.
-Mi querido Augusto- empezó el patrón, como suplicando a alguien ya perdido-, has estado pensando demasiado. Si yo fuera tú volvería al pueblo y tomaría un poco de aire. No trates de tomar una decisión ahora. Ven...
-No- dijo Augusto, decidido-. No quiero consuelo ni consejos. Estoy resuelto -y extendió la mano en señal de adiós.
-Como quieras-dijo el patrón, encogiéndose de hombros-. ¿Así que es adiós, no más?
-Sí- respondió-, es adiós... para siempre.
Y partió una vez más hacia el mundo, pero esta vez hacia sus mismas entrañas. Cuando estaba ya acercándose al pueblo, recordó que no le quedaban en los bolsillos más que unas pocas monedas. Dentro de unas horas comenzaría a serntir hambre. Luego haría frío, seguramente, y entonces, como las bestias del campo, se acurrucaría y yacería esperando los primeros rayos del sol.
Por qué había optado por caminar por el pueblo, recorriendo de cabo a rabo cada calle, no lo sabía. Podría, del mismo modo, haber tratado de conservar sus energías.
"¿Y si me marcho a Sudamérica un día...?" (Había empezado a hablarse en voz alta)"Eso puede llevar años. ¿Y el idioma? ¿Qué idioma hablaré? ¿Y por qué van a aceptarme a mí, un extraño, un desconocido? Quién sabe si hay circos siquiera, en esos lugares. Y si los tienen, tendrán también sus payasos y su lengua."
Llegó a un pequeño parque y se echó en un banco. "Tengo que pensarlo bien", se amonestó. "Uno no debe mandarse a mudar así como así a Sudamérica. ¡No soy un albatros, por Dios! Soy Augusto, un hombre de pies delicados y un estómago que llenar." Comenzó a especificarse, uno por uno, todos los atributos humanos que lo distinguían, a él, Augusto, de las aves del cielo y las criaturas de las profundidades. Sus meditaciones concluyeron en una prolongada consideración de las dos cualidades, o facultades, que separan más significativamente el mundo de los hombres del reino animal: la risa y las lágrimas. Es extraño, se dijo, que precisamente él, que se sentía tan a sus anchas en ese mundo, estuviera especulando sobre el tema, cono un escolar.
"¡'Pero no soy un albatros'!" Este pensamiento, no muy brillante por cierto, se repetía tercamente mientras examinaba su dilema contemplándolo desde todos los ángulos posibles. La idea de que ningún esfuerzo de imaginación posible pudiera hacer que se considerase un albatros, aunque no muy original ni breillante, le resultaba reconfortante, tranquilizadora.
"¡'Sudamérica'!¡Qué disparate!" El problema no era adónde encaminarse o cóo llegar allí, sino...Trató de planteárselo de la manera más simple posible. ¿No sería que estaba muy bien como estabna, como era, sin necesidad de disminuirse o de magnificarse? Su error habia consistido en haber ido más allá de sus límites. No se había conformado con hacer reír a la gente, había querido hacerla dichosa. Y la dicha nos es dada por Dios. ¿No había acaso descubierto todo esto al abandonarse, haciendo lo que se le presentaba, como alguna vez lo expresara?
Augusto sintió de pronto que staba llegando a alguna parte. Su verdadera tragedia, empezó a percibir, estaba en el hecho de sentirse incapaz de comunicar su conocimiento de la ex8iistencia de otro mundo, un miundo más allá de la ignorancia y la flaqueza, de la risa y las lágrimas. Era esta barrera la que había hecho que siguiera siendo un payaso, el payaso de Dios, puesto que no había verdaderamente nadie a quien aclarar su dilema.
Y una y otra vez entendió - y ¡qué simple era en el fondo!- que ser nadie o cualquiera o todos no le impedía ser él mismo. Si era realmente un payaso, debía serlo totalmente, desde que abría los ojos al alba hasta que los cerraba por las noches. De serlo, debería ser un payaso a toda hora, por la paga o por el mero gusto de serlo. Tan inalterablemente convencido estaba de la sabiduría de esta conclusión que desesperaba por empezar inmediatamente, sin maquillaje, sin vestuario, sin siquiera el acompañamiento del viejo y gangoso violín. Sería tan absolutamente él mismo, que sólo la verad, que ardía ahora en él como un fuego, sería reconocible.
Cerró una vez más los ojos, para sumergirse en la oscuridad. Permaneció así largo tiempo, respirando tranquilamente, pacíficamente, en el lecho de su propio ser. Cuando abrió nuevamente los ojos, vio un mundo en el que los velos se había descorrido. Era el mundo que siempre había estado en su corazón, siempre listo para manifestarse, pero que sólo comienza a palpitar en el momento en que se palpita al unísono con él.
Augusto sentíase tan profundamente conmovido que no podía creer a asus ojos. Los restregó con el dorso de la mano, sólo para dscubrir que aún estaban húmedos de las lágrimas de júbilo que había inconscientemente derramado. Se irguió en su asiento, la mirada fija hacia adelante, tratando de acostumbrarse a la visión. Desde las profundiades de su ser surgía un incesante murmullo de agradecimiento.
Se levantó del banco en que había estado echado en el momento en que el sol bañaba la tierra con un último chorro de oro. Fuerza y ansiedad galopaban locamente por sus venas. Recién nacido, dio unos pasos hacia adelante, en el mágico mundo de la luz. Instintivamente, como un pájaro remonta el vuelo, extendió sus brazos en un abrazo omnímodo.
La tierra se estaba desvaneciendo en el denso violeta que precede al crepúsculo. Augusto se tambaleó,extasiado. "¡Al fin, al fin!", gritó, o pensó que gritaba, ya que en realidad su grito no fue más que un débil eco del inmenso júbilo que lo acunab a.
Un hombre venía hacia él; un hombre uniformado, armado con un palo. A Augusto se le apareció como el ángel de la liberación. Ya iba a arrojarse en los brazos de su salvador cuando una nuve de sombra lo derribó como un martillazo. Y se ovilló a los pies del guardián, sin un sonido.
Dos mirones, que habían asistido a la escena, se acercaron corriendo. Se arrodillaron e hicieron girar a Augusto sobre la espalda. Para su sorpresa, Augusto sonreía. Era una sonrisa amplia, sreáfica, de la que manaba la sangre a borbotones. Los ojos estaban abiertos de par en par, mirando fijamente, con un increíble candor, la delgada franja de una luna que acababa de aparecer en el cielo.
(FIN)

Título original The smile at the foot of the ladder-La sonrisa al pie de la escala-Henry MILLER-trad. Juan Carlos Silvi-1ª edic. junio 1980-edit. Bruguera-colección Todolibro

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