* de Luis de Góngora
** de Niels Bohr
foto: Samuel Beckett contempla perro y gato, tomado de Entre Gulistán y Bostan

martes, 7 de diciembre de 2010

Teoría de la negación de la voluntad de vivir-A.SCHOPENHAUER

de Complementos al Libro Cuarto-de El mundo como voluntad y representación-
TEORÍA DE LA NEGACIÓN DE LA VOLUNTAD DE VIVIR

Una de dos: o bien el hombre ha recibido su existencia y esencia con su voluntad, esto es, con su conformidad, o bien las ha recibido sin ésta; en este último caso una existencia semejante, amargada por múltiples e inevitables sufrimientos, sería una clamorosa injusticia. Los antiguos, sobre todo los estoicos, así como también los peripatéticos y los académicos, se esforzaron inútilmente por probar que la virtud basta para hacer feliz a la vida, mientras la experiencia proclamaba estrepitosamente lo contrario. Aun cuando no fueran conscientes de ello, los esfuerzos de esos filósofos tenían como trasfondo el dar por sentada la justicia del asunto: quien era inocente debía también estar libre del sufrimiento y, por tanto, ser feliz. Pero la seria y profunda solución del problema se halla en la doctrina cristiana de que las obras no justifican; por consiguiente, aunque un hombre haya puesto en práctica siempre la justicia y el altruismo, o sea, lo bueno y lo honesto, no por ello "carece de toda culpa", como creía Cicerón ( Discusiones tusculanas,V,1), sino que "el delito mayor del hombre es haber nacido", como ha expresado el poeta Calderón a la luz del cristianismo, desde un conocimiento mucho más hondo que el de aquellos sabios. Que el hombre venga al mundo siendo ya culpable sólo puede parecerle algo paradójico a quien lo considere surgido de la nada y lo tenga por la obra de otro. A consecuencia de esta culpa, que ha de provenir de su voluntad, el hombre, aun cuando haya ejercitado todas esas virtudes, queda en justicia abandonado al sufrimiento físico y espiritual, o sea no es feliz. Esto se sigue de esa justicia eterna que he tratado en cap. 63 del primer volumen. La razón de que san Pablo (Epíst. a los romanos, 3, 21 y ss.), Agustín y Lutero enseñen que las obras no pueden justificar, dado que todos nosotros somos esencialmente pecadores y seguiremos siéndolo, se debe finalmente a que, como el obrar se sigue del ser, para obrar como debiéramos también tendríamos que ser como debiéramos. Pero entonces no necesitaríamos ninguna redención de nuestro actural estado, tal como nos la presentan como el objetivo supremo no sólo el cristianismo, sino también el brahmanismo y el budismo (bajo el nombre que los ingleses traducen por emancipación final): es decir, no necesitaríamos convertirnos en algo totalmente distinto y hasta opuesto a lo que somos. Mas como somos lo que no deberíamos ser, también hacemos necesariamente lo que no deberíamos hacer. Por eso necesitamos una plena transformación de nuestro sentir y nuestro ser, esto es, el renacimiento que tiene lugar a consecuencia de la redención. Aun cuando la culpa reside también en el obrar, la raíz de la culpa está en nuestra esencia y existencia, ya que de ésta procede necesariamente el obrar, como he expuesto en el ensayo Sobre la libertad de la voluntad. Con arreglo a ello, estrictamente nuestro único pecado verdadero es el pecado original. El mito cristiano sólo hace surgir a éste después de que ya existiera el hombre, a quien le atribuye una voluntad libre que es imposible: pero esto lo hace justamente a título de mito. El núcleo íntimo y el espíritu del cristianismo son idénticos a los del brahmanismo y el budismo: todos ellos enseñan una grave culapbilidad del género humano merced a su propia existencia; sólo que el cristianismo no procede aquí directamente y sin rodeos, como esos antiguos credos, o sea, no emplaza la culpa por la existencia misma, sino que lla hace surgir mediante un acto de la primera pareja humana. Esto sólo era posible bajo la ficción de un libre arbitirio de indiferencia y sólo era necesario a causa del dogma fundamental judío al que esa doctrina debía injertarse aquí. Porque, conforme a la verdad, el propio nacimiento del hombre es un acto de su libre voluntad y por consiguiente se identifica con la caída en el pecado, por lo que la esencia y existencia del hombre apareció ya el pecado original, del que son consecuencia todos los demás pecados, si bien el dogma fundamental judío no permitía tal interpretación; así Agustín enseña en su libro Sobre el libre arbitrio que el hombre sólo fue inocente y tuvo una voluntad libre en Adán antes de la caída en el pecado, pero desde entonces quedó envuelto en la necesidad del pecado. La ley, en sentido bíblico, exige continuamente que nosotros debemos modificar nuestro obrar, mientras nuestro ser permanece inalterado. Mas, como esto es imposible, Pablo dice que nadie está justificado ante la ley: sólo el renacimiento en Jesucristo, a consecuencia del efecto de la gracia, en virtud del cual nace un hombre nuevo y queda suprimido el viejo (es decir, se produce un cambio radical de mentalidad), puede trasladarnos del estado de propensión al pecado hacia el de libertad y redención. Éste es el mito cristiano con respecto a la ética. Pero, sin duda, el teísmo judío sobre el que fue injertado hubo de recibir extrañas adiciones para adaptarse a ese mito: la fábula de la caída en el pecado brindó el único lugar propicio para ese injerto en el antiguo tronco indio. A esa dificultad vencida con tanta violencia hay que atribuir el hecho de que los misterios cristianos hayan recibido un aspecto tan extraño y contrario al sentido común, lo cual dificulta el proselitismo y, debido a ello, por la incapacidad para captar el sentido profundo de tales mistrerios, el pelagianismo, o el actual racionalismo, se subleva contra ellos e intenta expurgarlos, con lo cual el crisitianismo se retrotae al judaísmo.
Sin embargo, dejando aparte los mitos, mientras nuestra voluntad sea la misma, nuestro mundo no puede ser otro.
Desde luego, todos desean verse redimidos del estado de sufrimiento y de la muerte; a todos les gustaría, como suele decirse, alcanzar la bienaventuranza eterna y entrar en el reino de los cielos, mas no por sus propios pies, sino que les gustaría verse llevados allí por el curso de la naturaleza. Sólo que esto es imposible. Pues la naturaleza es tan sólo el trasunto, la sombra de nuestra voluntad. Por eso nunca nos desamparará ni dejará que nos convirtamos en nada, pero nunca puede llevar a ningún otro lugar que no sea de nuevo la naturaleza. Mas cuán escabroso resulta existir como una parte de la naturaleza lo experimenta cada cual en su propio vivir y morir. Por consiguiente, hay que considerar la existencia como un extravío cuya redención es desisitir del mismo: la existencia siempre porta ese carácter. En ete sentido la concibieron las antiguas religiones indias y también, aunque con un rodeo, el auténtico y originario cristianismo: incluso el propio judaísmo alberga cuando menos en el pecado original (su único rasgo redentor) el germen de ese parecer. Sólo el paganismo griego y el islam son enteramente optimistas; por eso en el primero la tendencia opuesta tuvo que desahogarse al menos en la tragedia: pero en el islam, que es la más nueva y también la peor de todas las religiones, dicha tendencia apareció como sufismo, ese bello fenómeno de origen y espíritu indio que todavía subsiste después de mil años. De hecho, como fin de nuestra existencia no cabe indicar nada salvo el conocimiento de que sería mejor que no existiéramos. Pero ésta es la más importante de todas las verdades y por eso hay que explicitarla, por mucho que contraste con el actual modo de pensar en Europa: por el contrario, en toda el Asia no islamizada es la verdad fundamental más reconocida tanto hoy como hace tres mil años.
Si ahora consideramos la voluntad de vivir en su conjunto y objetivamente, entonces, conforme a lo dicho, hemos de pensarla como sumida en una ilusión y desistir de ella, negar todo su afán actual, es lo que las religiones designan como el renunciar a uno mismo, la abnegación: pues el auténtico yo es la voluntad de vivir. Como he mostrado, las virtudes morales, o sea, la justicia y la caridad, cuando son puras surgen porque la voluntad de vivir, traspasando el principio de individuación, se reconoce a sí misma en todos sus fenómenos y, por consiguiente, tales virtudes son ante todo un indicio, un síntoma de que la voluntad que se manifiesta no sigue sumida del todo en esa ilusión, sino que ya tiene lugar el desengaño, de suerte que podría decirse metafóricamente que ya bate las alas para echarse a volar. A la inversa, la injusticia, la maldad y la crueldad son indicios de lo contrario, o sea, de que aquella voluntad se halla profundamente inmersa en esa ilusión. Pero aquellas virtudes morales son un medio para propiciar la abnegación y, por consiguiente, la negación de la voluntad de vivir. Pues la verdadera rectitud, la inviolable justicia, la primera y más importante virtud cardinal, es una tarea tan ardua que quien la profesa incondicionalmente y de corazón ha de hacer sacrificios que pronto privan ala vida de la dulzura requerida para su disfrute y por ello desvían a la voluntad de tal disfrute, encaminándola hacia la resignación. Justamente lo que hace venerabvle a la rectitud son los sacrificios que cuesta: en las bagatelas no se la admira. Su esencia consiste en que el justo no descargue sobre los otros, mediante la astucia o la violencia, los lastres y el sufrimiento que la vida lleva consigo, tal como hace el injusto, sino que porta él mismo lo que le corresponde; así recibe sin menoscabo toda la carga del mal impuesta a la vida humana. Merced a ello, la justicia se vuelve un medio para propiciar la negación de la voluntad de vivir, al tener como consecuencias a la miseria y el sufrimiento, que son el auténtico destino de la vida humana y nos conducen a la resignación. A ésta nos conduce aún con mayor rapidez la virtud del hombre que va más lejos, la caridad: pues en virtud de ella se asume incluso el sufrimiento que originariamente le incumbe a otros, con lo cual se apropia de una cuota de sufrimiento mayor de la que le concernería al propio individuo según el curso de las cosas. Quien está alentado por esta virtud ha reconocido su propia eencia en cualquier otro. Gracias a ello ahora identifica su propia suerte con la de la humanidad en general: pero es una suerte penosa, la de esforzarse, sufrir y morir. Por tanto, quien al renunciar a cualquier privilegio azaroso no quiere para sí otra suerte que la de la humanidad, tampoco puede querer ésta durante mucho tiempo: el apego a la vida y sus goces ha de ceder pronto y dejar sitio a una renuncia universal, o sea, que sobreviene la negación de la voluntad. Como la pobreza, las privaciones y múltiples tipos de sufrimiento propio son acarreados por la más perfecta puesta en práctica de las virtudes morales, son muchos lo que acaso con razón rechazan como algo superfluo el ascetismo en sentido estricto, o sea, el abandono de cualquier patrimonio, la búsqueda deliberada de lo desagradable y lo adverso, la automorificación, el ayuno, el cilicio y la laceración. La propia justicia es el cilicio que dispensa continuos trastornos a quien la ejercita y la caridad que se priva de lo necesario es un ayuno continuo. Justamente por eso el budismo está libre de aquel riguroso y exagerado ascetismo que juega un papel tan relvante en el brahmanismo, o sea, está libre de la automortificación deliberada. El budismo se conforma con el celibato, la pobreza voluntaria, la humildad y la obediencia de los monjes, así como con la abstención del alimento animal y de todo lo mundano. Como por lo demás el fin al que conducen las virtudes morales es el constatado aquí, la filosofía vedanta dice con razón que, tras el verdadero conocimiento y la total resignación que tiene lugar a consecuencia suya, o sea, el renacimiento, resulta entonces indiferente la moralidad o inmoralidad de la conducta anterior y utiliza aquí la sentencia tan frecuentemente citada por los brahmanes: "Se desata el nudo del corazón, se disipan todas las dudas y se desvanecen todos sus actos, una vez que se ha llegado a esa visión suprema" (Sankara, estrofa 32). Por muy chocante que pueda resultar esta visión para quienes una recompensa en el cielo o un castigo en el infierno es una explicación mucho más satisfactoria de la significación ética del obrar humano, aligual que esa doctrina escandaliza al bueno de Windischmann cuando la expone, quien sea capaz de ir hasta el fondo del asunto descubrirá que dicha visión coincide en última instancia con la doctrina cristiana, exhortada sobre todo por Lutero, de que no salvan las obras, sino sólo la fe infundia por efecto de la gracia y de que , por tanto, nunca podemos justificarnos por nuestro hacer, sino que sólo podemos alcanzar el perdón de los pecados en virtud de los méritos del mediador. Es incluso fácil de ver que, sin tales presupuestos, el cristianismo habría de establecer castigos sin fin para todos y el brahmanismo habría de estipular renacimientos sin fin para todos, o sea, que en ninguno de ambos casos se daría redención alguna. Las obras pecaminosas y sus consecuenicas han de cancelarse y anularse alguna vez ya sea mediante una gracia extraña o por el acceso a un mejor conocimiento propio, pues de lo contrario el mundo no podría esperar salvación alguna: pero luego se vuelven indiferentes. [...]
Este escalón queda designado en el mito cristiano por el hecho de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, con lo cual entra en escena la responsabilidad oral al mismo tiempo que el pecado original. Esto mismo es en realidad la afirmación de la voluntad de vivir, mientras que por el contrario su negación, a consecuenica de alcanzar un mejor conocimiento, es la redención. Entre ambas reside lo moral: ello acompaña al hombre como una luz sobre el ecamino que va desde la afirmación hasta la negación de la voluntad o, en términos míticos, desde la entrada del pecado original hasta la redención por la fe en la mediación del dios encarnado (Avatar, que significa en sánscrito "descenso" y denota la encarnación de la conciencia divina en el mundo. Un Avatar no nace, como el hombre común, por consecuencias kármicas, sino por libre decisión y durante toda su existencia humana es consciente de su misión divina. Aparece para revelar nuevos caminos de realización religiosa); o bien, según la doctrina védica por todos los renacimientos resultantes de cada obrar sucesivo hasta que aparece el conocimiento correcto y con él la reención (emancipación final), la moksa (significa en sánscrito el "acto de soltar", la "liberación" definitiva de todos los condicionamientos del mundo y por tanto del ciclo de renacimientos por unión con dios o conocimiento de la realidad última), esto es, la reunificación con Brahma. Pero los budistas, con toda honradez, designan la cuestión de una manera meramente negativa, mediante el nirvana que es la negación de este mundo o del samsara (que en sánscrito quiere decir "circulación conjunta", "el paso de un estado a otro". Con ello se designa el ciclo del nacimiento, muerte y renacer a que todo ser humano está sometido mientras permanece en la ignorancia sin realizar su identidad con Brahma, así como también el de la ronda de existencias, la secuencia de renacimientos que cumple un ser dentro de los diversos modos o grados de existencia, mientras no haya alcanzado la liberación y entrado en el nirvana).
Si nirvana se define como la nada, esto sólo quiere decir que el samsara no contiene ningún elemento que pueda servir para la definición o construcción del nirvana. Por eso los jaina (religión india no ortodoxa por cuanto rechaza la autoridad de los Vedas. Su tradición habla de 24 maestros, también denominados los Jina, o "vencedores". El último de los maestros y fundador de la comunidad religiosa jaina fue Mahâvîra, contemporáneo de Buda. Para los jaina la liberación se alcanza por el recto conocimiento y la recta conducta, en la que se acentúa el precepto de no dañar a ningún ser vivo), que sólo se diferencian de los budistas por el nombre, llaman a los brahmanes que creen en los Vedas "sabda-brahmanes", sabda en sánscrito significa sonido, apodo destinado a explicitar que creen de oídas lo que no puede saberse ni demostrarse (Investigaciones asiáticas, vol. VI, p. 474)[...]
[...] Pues no sólo las religiones de Oriente, sino también el cristianismo verdadero tiene ese carácter ascético fundamental que mi filosofía explica como negación de la voluntad de vivir; aun cuando el protestantismo, sobre todo en su configuración actual, intenta encubrirlo. Los enemigos declarados del cristianismo que han aparecido muy recientemente le han acreditado las doctrinas de la renuncia,la abnegación, la castidad perfecta y la mortificación en general de la voluntad, que ellos designan certeramente con el nombre de tendencia anticósmica, mostrando sólidamente que tales doctrinas son cconsustanciales al primitivo y auténtico cristianismo. En esto tienen razón de un modo incontestable. Pero que hagan valer justamente esto como un reproche manifiesto y palmario contra el cristianismo, cuando es ahí donde reside su verdad más profunda, su valor más alto y su carácter más sublime, testimonia un eclipse del espíritu que sólo resulta explicable porque aquellas mentes, como desgraciadamente otras miles hoy día en Alemania, están embrolladas y echadas a perder por el miserable hegelianismo, esa escuela de trivialidad, ese nido de irreflexión e ignorancia, esa pseudosabiduría corruptora de mentes que finalmente se comienza a reconocer ahora como tal y cuya veneración quedará pronto únicamente en manos de la Academia danesa, a cuyos ojos ese burdo charlatán es un filósofo sublime al que defiende con armas y bagages: "Pues todos seguirán la creencia y la opinión de la ignorante y necia multitud, de la que el más pesado será investido como juez"(Rabelais)[...]


de El mundo como voluntad y representación-complementos al Libro Cuarto-Arthur SCHOPENHAUER
trad. y notas Roberto R. ARAMAYO- Alianza editorial-el libro de bolsillo-


2 comentarios:

  1. Schopenhauer siempre fue uno de mis favoritos. El primer filósofo que leí y viví (esa vida continúa, porque quizá nunca se acaba de leer a Schopenhauer,

    un abrazo

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  2. Supo mostrar la raíz, o la semilla, de la religión, de las dispares en apariencia religiones que conocía; comparto tu afinidad

    abrazo
    k

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