* de Luis de Góngora
** de Niels Bohr
foto: Samuel Beckett contempla perro y gato, tomado de Entre Gulistán y Bostan

jueves, 27 de enero de 2011

de Cincuenta caracteres-Elias CANETTI

LA REINA DE ARMAS

La Reina de armas tiene un aire majestuoso, conoce los deberes que le impone su rango y es famosa por lo bien que atiende a sus invitados. Mas no se agota en la simple hospitalidad y todos intuyen que algo especial se aproxima; no dice al punto qué será, y eso aumenta la tensión. Inferior a un rey no podrá ser, pues menos no proclama. Es grande e imponente, e inagotable su reserva de desprecio. Reconoce a un súbdito por el menor movimiento y lo mantiene lejos del rey, aun antes de proclamarlo. Pero también tiene buen ojo para cortesanos, sabe promoverlos hábilmente y los emplea en todas las cortes. Se nota cómo concentra su entusiasmo y lo reserva para el magno acontecimiento. Es severa y desprecia a los mendigos, salvo que aparezcan en fila cuando los necesita. Tiene a su disposición un nutrido tropel cuando se acerca la proclamación de un rey. De pronto se abren todas las puertas de su casa, que deviene palacio: los ángeles cantan, los obispos bendicen, en su nuevo atuendo lee ella un telegrama de Dios y proclama al rey con expresiones de júbilo.
Conmueve verla en compañía de reyes olvidados, nunca los olvida, recuerda incluso a los ejemplares más deteriorados, les escribe, les envía mínimos regalos acordes con su dignidad, les consigue trabajo y cuando su gloria se ha extinguido hace tiempo, es la única que todavía la recuerda. Entre los mendigos que la secundan en grandes ocasiones suele figurar más de un ex-monarca.


LA FINOLORA

La Finolora teme los olores y los rehúye. Abre las puertas con cautela y vacila antes de cruzar un umbral. Girada a medias, se detiene un momento para oler con una de sus fosas nasales y reserva la otra. Estira un dedo hacia el espacio desconocido y se lo lleva a la nariz. Luego obstuye con él una fosa nasal y olisquea con la otra. Si no sufre un desvanecimiento inmediato, espera otro poco. Después avanza de costado, introduciendo un pie por el umbral y dejando el otro afuera. Ya le falta poco y hasta podría atreverse, pero aún hay tiempo para una última prueba. Se pone de puntillas y vuelve a olfatear. Si el olor no se altera, pierde el temor a las sopresas y arriesga también la otra pierna. Ya está dentro. La puerta por la que podría slavarse queda abierta de par en par.
La Finolora actúa en forma aislada; dondequiera que esté, anda envuelta en una capa de cautela, otros cuidan de su indumenaria al sentarse, ella, de su capa aisladora. Teme las frases violentas que pudieran perforarla, se dirige a la gente en voz baja y espera respuestas igualmente suaves. No sale al encuentro de nadie, desde la distancia que mantiene sigue los movimientos ajenos: es como si, separa de los demas, fuese a bailar eternamente con ellos. La distancia permanece idéntica, sabe eludir todaa proximidad e incluso cualquier contacto.
Mientras dura el invierno, la Finolora se siente más a gusto al aire libre. Con inquietud ve acercarse, en cambio, la primavera. Todo empieza a florecer y a perfumar, y ella sufre torturas insoportables. Por prudencia evita ciertos arbustos; sigue sus propios e intrincados caminos. Cuando ve a lo lejos cómo un inssensible mete la nariz entre las lilas, comienza a sentrise mal. Para su desgracia es atractiva y suelen perseguirla con rosas, de las que sólo se salva sufriendo breves vahídos. Esto se considera exagerado y, mientras ella sueña con agua destilada, sus admiradores juntan las malolientes cabezas y deliberan sobre los filtros y aromas que pudieran transformarla.
La Finolora pasa por distinguida porque evita cualquier contacto. Ya no sabe qué hacer con las propuestas de matrimonio. Ha amenazado incluso con ahorcarse. Pero no lo hace, no soporta la idea de tener que oler al salvador que la descuelgue.


EL CALOSAURIO

El Calosaurio, a quien muchos, para abreviar, llaman Casaurio, anda en pos de cuanta belleza ha habido, hay y habrá en el mundo, y la encuentra en palacios, museos, templos, iglesias y cuevas. No le importa si algo que tiempo atrás pasó por bello se ha vuelto entretanto un poco rancio, para él sigue siendo lo que fue; aunque a diario surjan nuevas obras bellas, cada una lo es en sí, ninguna excluye a las otras, todas esperan que él, en actitud reverente, se detenga al pasar y las admire. Basta verlo ante la Madonna Sixtina o la Maja desnuda: se aproxima desde ángulos distintos, se para a distancias diferentes, permanece inmóvil largo rato -o a veces poco, cambiando de posición constantemente-, y se queja cuando advierte que es imposible acercarse por detrás.
El Calosaurio o Casaurio se abstiene de fabricar palabras qaue puedan deformar su ritual. Respira porfundamente y enmudece, no compara, no razona, no remite a páginas, estilos o constumbres. Prefiere ignorar cómo vivió el creador de la obra bella y más aún lo que pensaba. Todos viven de algún modo, no imorta saber si su vida fue difícil, tampoco lo habrá sido en exceso, pues la obra no estaría ahí, y el simple hecho de llevarla dentro es una dicha que habría que envidiarle, si de algo pueden servir tales futilidades subjetivas.
Personalmente le va muy bien al Casaurio, no tiene dificultades para buscar bellezas por su cuenta y consagrarse a ellas. Se abstiene de comprarlas para seguir siendo imparcial, vano sería, además, intentarlo a estas alturas, pues gan parte de las obras bellas están ya en manos seguras. Posee muy poco dinero y lo emplea con mesura en sus perpetuos viajes. En ellos desaparece y nunca se le ve en camino, es como si viajara con la capa invisible. Se deja ver, en cambio, ante las obras bellas, y quien lo haya visto una vez en Arezzo o en la Brera, volverá a verlo con seguridad en Borobudur y en Nara.
El Casaurio es feo y todos lo rehúyen; poco delicado sería describir su repugnante aspecto. Digamos solamente que jamás tuvo nariz. Sus ojos saltones, sus orejas ganchudas, su bocio, sus dientes negros y podridos, el mefítico aliento que emana de su boca, su voz entre cloqueante y aflautada, sus manos pastosas, ¿qué importan?, ¿qué importan?, ¿si él a nadie se las da y encuentra invariablemente su lugar ante cualquier obra bella?


LA HIPOSCÓTINA

La Hiposcótina ha aprendido poco y no se entiende con los hombres. No porque le falten palabras, lee y escribe, pero cuando un hombre le habla y espera una respuesta, el lenguaje la abandona. El simple hecho de que se le pongan delante y le claven la mirada, de que una boca se abra ante ella y articule sonidos, le resta ánimos para reaccionar como un bípedo; todo estar-frente-a la aterra.
En esos casos se aparta y desvía la mirada, tiembla, los ojos se le llenan de lágrimas. Se avergüenza de las palabras que otros dicen tan fácilmente. ¿Por qué no se le acercará nadie en silencio? Tal vez podría habituarse poco a poco a la confrontación. Tal vez podría prepararse a oír palabras no dichas. Pero nadie le da tiempo para hacerlo. Siempre que alguien se dirige a ella, se detiene, la observa, abre la boca y habla. Las palabras la embisten antes de que se atreva a mirarle, si al menos fueran palabras suaves e insólitas, palabras como las que ella, en secreto, lleva dentro; pero son siempre fórmulas groseras e intencionadas que rebotan en su rostro como guijarros duros y diminutos, lastimándolo.
La Hiposcótina busca refugio en las caballerizas. Se instala junto a los animales y se calma ante sus lisos flancos. Ahí no se oyen palabras, sólo hay colas que oscilan complacientes de un lado a otro, orejas que se aguzan al detectar su presencia, ollares que tiemblan, ojos que la observan en silencio; y ella no teme mirar unos ojos que a nadie ofenden.
La Hiposcótina se alegra de no ser un caballo. No quiere nada que estime semejante. Sólo le es familiar lo siempre extraño. No se insinúa con nadie, no acaricia, no tiene sonidos propios; comprender le interesa tan poco como ser comprendida. La oscuridad en que tiene que vivir sólo la encuentra entre los caballos. Nunc alo ha intentado con animales que quisieran acercársele más. Sería erróneo suponer que le gusta cabalgar. Pero encuentra el camino a las caballerizas que aún existen, averigua
a qué horas no hay gente en ellas y se queda mientras nadie pueda presentarse.
La Hiposcótina no sufre de amor inmoderado hacia sí misma, pero puede estar sola con caballos.


EL MAESTROSO

Cuando decide desplazarse, el Maestroso avanza sobre columnas. Estas no tienen prisa, pero aun siendo mucha la carga, lo trasladan fácilmente. Donde se emplazan las columnas, surge un templo y los adoradores se congregan en un abrir y cerrar de ojos. Él levanta su bastón y todo enmudece, va poblando el aire de signos cadenciosos. Los adoradores callan, los adoradores meditan, los adoradores intentan descifrar sus signos.
En las pausas que su excelsitud le concede, el Maestroso se alimenta de caviar. Hay poco tiempo, pronto volverá a levantarse. Pero no hace nada solo, muchos le rodean y contemplan el caviar que sólo a él le corresponde. El Maestroso eructa melodiosamente.
Con gran solemnidad viaja el Maestroso por el mundo, todas las piedras se apartan de su camino, piedras, montañas y mares. Se sienta en un compartimento hacho para él; con la cabeza descubierta, sus adeptos se quedan en el pasillo, mientras él, frente a su partitura, marca con ritmo enérgico lo que le es permitido marcar, y los demás, afuera, se estremecen a cada uno de sus gestos. El tren se detiene cuando él se levanta y no sigue viaje hasta que no vuelve a sentarse; el tren no para donde a él no le plazca y para, por amor a él, en medio del campo.
En cada templo el Maestroso abandona a una mujer que, como en los tiempos antiguos, le espera con impaciencia. Ahí se sienta a esperarle y es toda suya, con su hijo, piel y pelos; cuando regresa sobre sus columnas, no necesariamente después de muchos años, ella tiembla y se pone a rezar junto a los otros. Él la ve, mas no es la hora de reconocerla; quien ha esperado una eternidad puede seguir esperando. Y al final, al final le hace una venia, a ella sola entre todas, y ella se dejaría quemar por ese gesto.
El Maestroso sabe que envejecerá, conoce la cifra de sus años. Cuando queda especialmente satisfecho con su programa, organiza una fiesta en la que los otros también pueden compartir sitio y comida, aunque él jamás beba lo mismo. Después sonríe -nunca ha reído hasta ahora- y hace que todos los del corro se le acerquen uno a uno. "¡Enséñame la mano!", ordena, y examina detalladamente las líneas. Le dice en qué etapa de su juventud tendrá que morir y llama al siguiente.

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N.del T.:Entre las múltiples dificultades de la traducción de los Cincuenta caracteres -texto elíptico y de extrema precisión en muchos casos, ambiguo y casi evanescente en otros-, los cincuenta subtítulos (palabras compuestas y en gran parte inventadas, que a veces traducimos literalmente)forman un corpus particularmente insalvable en una lengua que carezca de la flexibilidad compositiva del alemán. Recurrir a las raíces griegas suponía la solución más fiel, aunque a veces críptica, en nombres como El Calosaurio (Der Schönheitsmolch) o La Hiposcótina (Die Pferdedunkle), que conservan así las unidades semánticas convocadas por la palabra original:[belleza-reptil] y [caballo-oscuridad]. Otras veces son composiciones de diversa índole o simples sustantivos o participios; los únicos casos en que se ha respetado tal cual la propuesta del autor son El Maestroso (Der Maestroso) y La Arqueócrata (Die Archäokratin). En La Reina de Armas (Die Königskünderin) se ha feminizado un cargo oficial ("Rey de armas")que en Castilla equivalía al del heraldo francés ("héraux d'armes") y cuyas misiones eran "...conocer el linage y la nobleza, la honra que se deve a los príncipes y las insignias y armas de las familias, que vulgarmente dezimos linages..." (Covarrubias, Tesoro)
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de Cincuenta caracteres (el testigo oidor)-Elias CANETTI-
trad. Juan José DEL SOLAR-edit. Labor-1977

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