entre espinas crepúsculos pisando* Cuando llegamos a los átomos sólo puede usarse el lenguaje como en Poesía**
** de Niels Bohr
foto: Samuel Beckett contempla perro y gato, tomado de Entre Gulistán y Bostan
viernes, 27 de enero de 2012
viernes, 6 de enero de 2012
de El viajero sin propósito-Charles DICKENS-
Utilizo regularmente, en los dos sentidos, una determinada línea de ferrocarril que tiene a Londres como estación terminal. Se trata de una línea que desemboca en un gran depósito militar y unos extensos barracones. Hasta donde alcanzo a recordar, nunca he estado de día en esa línea sin ver a varios desertores maniatados en el tren.
Es natural que una institución como nuestro Ejército británico albergue entre sus filas un cierto número de elementos conflictivos, a veces molestos. Pero ésta es una razón más, y no menos, para hacerla lo más atractiva posible para hombres honestos y bien intencionados. La atracción que ésta ejerce sobre ellos no se debe seguramente al hecho de que sea un lugar donde se invierten brutalmente las leyes naturales y se impone la obligación de vivir en peores condiciones que las de una porqueriza. Por consigguiente, aun cuando se han hecho públicos últimamente algunos circunloquios ornamentales sobre la condición del soldado, nosotros, los civiles, sentados en la oscuridad del exterior, meditando alegremente sobre un cierto Impuesto sobre la Renta, hemos considerado que el asunto era de nuestra incumbencia, y nos hemos visto abocados a manifestar que preferiríamos que dicha instituciuón no estuviese mal regulada, aun cuando con esta declaración se deje entrever una velada insinuación a aquellos que tienen autoridad sobre nosotros, sin que ello suponga menoscabo de la buena moral cristiana.
Cualquier descripción animada de una batalla moderna, cualquier correspondencia privada de un soldado que se publique en los periódicos, cualquier página de archivos de Victoria Cross,(máxima condecoración del Ejército Británico"al valor frente al enemigo", instituida por la Reina Victoria) mostrará que en las filas del ejercito existe, en las peores circunstancias, un sentido del deber tan arraigado como en cualquier otro servicio en la tierra. ¿Quién duda de que si todos cumpliésemos con nuestro deber tan lealmente como lo hace un soldado, el mundo sería mejor? ¿Quizás encontramos más obstáculos en nuestro camino que un soldado? Sin objeciones. Pero al menos no faltemos a nuestras obligaciones para con él.
Había regresado a aquel hermoso y próspero puerto donde había buscado a MercantileJack, y caminaba por la colina en una espantosa mañana de marzo. Mi conversación con mi amigo funcionario Pangloss,(tutor del Cándido de Voltaire; representa una suerte de caricatura del filósofo Leibniz y su visión del mundo como"el mejor de los posibles", que le lleva a justificar, incluso las peores tragedias.Dickens establece un paralelo entre "su amigo funcionario" y el personaje de Voltaire para reforzar su ironía en este artículo)que por casualidad me acompañaba, había tomado estos derroteros mientras ascendíamos colina arriba,porque el objetivo de mi viaje sin propósito comercial era visitar a algunos soldadeos liberados del servicio que habían regresado recientemente de la India. Entre ellos había hombres de HavelocK(general británico que ganó la batalla de Maharajpur, y la reconquista de Cawnpore a los rebeldes en 1857) y otros soldados que habían participado en numerosas batallas de la gran campaña de la India, y tenía curiosidad por ver qué aspecto tenían estos hombres una vez que habían cesado en sus funciones militares.
No me interesaba menos el hecho-tal como le mencioné a mi amigo funcionario, Pangloss-de que estos hombres hubieran solicitado ser dispensados del servicio y se les hubiera denegado este derecho. Se habían comportado con una lealtad y una bravura intachables, pero a raíz de un cambio de circunstancias, consideraron que su compromiso llegaba a su fin y se arrogaron el derecho de contraer uno nuevo. Las autoridades de La India se habían opuesto torpemente a su solicitud, pero es de suponer que nuestros hombres no estaban equivocados del todo, porque siguiendo órdenes de la madre patria, se puso fin al desatino enviándolos a casa y liberándolos de sus obligaciones. (Por supuesto, con una inmensa cantidad de dinero derrochado).
Teniendo en cuenta estas circunstancias-me decía yo, remontando la cuesta de la colina, donde me encontré por casualidad con mi amigo funcionario-, en las cuales los hombres han plantado cara con éxito al Departamento de la Pagoda del Gran Ministerio de Circunloquios,(Pagoda Department o The Circumlocution Office son términos con los que Dickens satiriza en La pequeña Dorrit y en otras obras, a la Administración y a los políticos victorianos),donde el sol no se pone jamás y no se eleva nunca la luz de la razón, el Departamento de la Pagoda habrá prestado especial atención a la salvaguaarda del honor de la nación. En sus relaciones con estos hombres, les habrá demostrado, con escrupulosa buena fe, por no hablar de generosidad, que las más altas instancias nacionales no deben caer en represalias ni pequeñas venganzas. Habrán tomado todas las precauciones correspondientes para velar por la salud de estos soldados en su travesía de regreso y para llevarles a buen puerto, procurándoles una navegación reparadora en la que el aire puro, la alimentación sana y las buenas medicinas hayan servido para que recobren fuerzas tras sus agotadoras campañas. Y yo me regocijaba de antemano con la idea de detenerme a escuchar sin prisas los grandes relatos que estos hombres contarían en cada uno de sus ciudades y pueblos de origen, así como con el imperceptible aumento de la popularidad que de todo ello se derivaría para el servicio militar. Empecé casi a esperar que los desertores que hasta ese momento se habían cruzado regularmente conmigo en mis periplos ferroviarios se convertirían pronto en una excepción.
Con esta buena disposición de ánimo llegué al hospicio de Liverpool; pues era a esta morada tan fastuosa adonde les había llevado a los soldados en cuestión el ir a recoger laureles en un suelo arenoso.
Antes de pasar a visitarles en los pabellones reservados para ellos, quise conocer las circunstancias que habían rodeado la entrada triunfal de aquellos hombres. Al parecer, habían sido conducidos en carretas bajo una copiosa lluvia desde el desembarcadero hasta las puertas del hospicio y habían sido transportados hasta el piso sobre las espaldas de algunos indigentes. Sus gemidos y dolores durante este glorioso desfile habían causado tanta angustia a quienes estaban presentes que no habían podido reprimir sus lágrimas, aun estando acostumbrados a escenas de sufrimiento. Su estado de congelación era tan atroz que fue difícil impedir quese acercaran a los fuegos y metieran sus pies en las brasas ardientes. Era tal su menoscabo físico que producía espanto mirarlos. Devastados por la disentería y renegridos por el escorbuto, los ciento cuatrenta desventurados soldados habían sido revividos a base de lingotazos de brandy antes de depositarlos en las camas.
Mi amigo funcionario Pangloss es descendiente por línea directa de un erudito doctor del mismo nobre que fue en otro tiempo tutor de Cándido, un ingenioso y joven caballero de cierto renombre. En privado, es tna humanoy esgtimable como la mayor parte de los caballeros que conozco; pero, en su condición de funcionario, pregona desgraciadamente las doctrinas de su célebre ancestro, con el ánimo de demostrar a la menor ocasión que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
-En nombre de la Humanidad, dije yo, ¿cómo es que los hombres han caído en un estado tan deplorable?¿Estaba el barco bien abstecido de víveres?
-No puedo decir que lo verificase con mis propios ojoos-respondió Pangloss-, pero tengo buenas razones para afirmar que los víveres eran los mejores que habían en el almacén.
Un médico militar nos había mostrado un puñado de las galletas podridas y otro de guisantes agrietados. Las galletas eran una gusanera infecta donde se apelmazaban los excrementos de las larvas. Los guisantes estaban aún más duros que este montón de inmundicias. A modo de prueba habían hervido otro puñado durante seis horas y no se habían reblandecido lo más mínimo. Estos eran los víveres con los que se habían alimentado los soldados.
-La carne... -conencé a decir yo, antes de que Pangloss me dejara con la palabra en la boca.
-...era la mejor que podía encontrarse-replicó él.
Pero he aqui que se nos había presentado un testimonio, prestado en el curso de una indagación del juez pesquisidor("Coroner", oficial civil encargado de la investigación de casos de muerte súbita o natural) en relación con algunos hombres-que se habían obstinado en morir a causa de su tratamiento-, en el cual quedaba patente que era la peor de las carnes que cabía imaginar.
-No obstante, pongo la mano en el fuego -dijo Pangloss- de que el cerdo era el mejor que había.
-Pero mira esta bazofia con tus propios ojos, si es que no estoy empleando mal esta palabra -dije yo-. ¿Es que algún inspector que cumpliese con su deber podría pasar por alto una abominación semejante?
-No la deberían haber admitido- reconoción Pangloss.
-Entonces, las autoridades...-empecé a decir, antes de que Pangloss me cortase nuevamente.
-Parece que ciertamente se ha producido un error en alguna parte -dijo él-, pero estoy dispuesto a probar que no hay mejores autoridades que las que tenemos.
Nunca había oído hablar de una autoridad pública recusada que no fuera la mejor autoridad pública que pudiera existir.
-Nos han dicho que estos desgraciados estaban debilitados or el escorbuto-hice notar yo-. Habida cuenta de que el zumo de limón se ha almacenado y servido regularmente en nuestra marina, esta enfermedad, que solía ser devastadora hasta entonces, tendría que haber desaparecido. ¿Había zumo de limón a bordo de ese navío?
Cuando mi amigo funcionario iniciaba ya su ritornelo de "el mejor que había", el índice molesto de un médico señaló otro pasaje del informe, del que se deducía que el zumo de limón era también de pésima calidad. Por no mencionar el vinagre,las verduras y los guisos, que eran claramente insuficientes -si es que había algo que mereciese la pena cocinarse-, las provisiones de agua, inadecuadas de todo punto, y la cerveza agria.
-Entonces, los hombres-declaró Pangloss, ligeramente irritado- eran los peores hombres posibles.
-¿En qué sentido?-pregunté.
-¡Ay! Borrachos empedernidos-repitió Pangloss.
Pero nuevamente, el mismo índice médico despiadado señaló a nuestra atención otro pasaje del informe, en el que se demostraba que, según los resultados de la autopsia practicada tras el fallecimiento, los hombres no podían ser borrachos habituales porque los órganos que habrían supuestamente revelado rastros de esa dependencia estaban perfectamente sanos.
-Y, además- añadieron los tres doctores presentes-, un borracho empedernido sometido al mismo trato que estos hombres no podría recuperarse con cuidados y alimentación, como la gran mayoría de estos hombres lo están haciendo. Su constitución no habría sido lo bastante fuerte para ello.
-Eran perros locos e imprevisibles- declaró Pangloss-. Suelen serlo en nueve de cada diez casos.
Me giré hacia el director del hospicio y le pregunté si los hombres llevaban algo de dinero..
-¿Dinero?-repitió él-. En mi caja fuerte tengo alrededor de cuatrocientas libras que les pertenecen;los agentes tienen casi cien libras más, y muchos de ellos han dejado también fondos en los bancos indios.
-¡Caramba!-me dije a mí mismo mientras subíamos al piso por la escalera- tengo la corazonada de que ésta no es la mejor de las historias posibles.
Penetramos en una gran sala que contenía entre veinte y veinticinco camas. Atravesamos sucesivamente varias salas idénticas. Me es muy difícil describir el terrible espectáculo que vi allí sin asustar al lector de estas líneas y fracasar en mi propósito de dar a conocer estos hechos.
¡Ay! Los ojos hundidos que se volvían hacia mí cuando pasaba entre las filas de camas o que -peor aún- miraban fijamente el techoo blanco, sin ver nada y ajenos a todo! Aquí yacía el esqueleto de un hombre, recubierto por una piel tan fina y estropeada que dejaba asomar todos los huesos de su anatomía, y cuyo brazo, a la altura del codo, yo podía rodear con el pulgar y el índice. Recostado, un poco más allá, había también un hombre enfermo de escorbuto, con las piernas descarnadas, las encías carcomidas y los dientes gastados. Otra cama estaba vacía, porque en ella se había instalado la gangrena, y el paciente había muerto ayer. En otra no había ya esperanza para su ocupante, porque éste se iba desmoronando a ojos vista, y solamente se despertaba para cambiar, con u débil gemido, su rostrolívido de uno a otro lado de la almohada. La atroz delgadez de las mejillas hundidas, el brillo terrible de sus ojos anclados en las cuencas, los labios plomizos,las manos marfileñas,las siluetas humanas tendidas a la sombra de la muerte, envueltas en un solemne halo crepuscular, como los sesenta soldados que habían perecido a bordo del navío y que ahora yacían en el fondo del mar: ¡Ay, Pangloss, que Dios os perdone!
En una cama había un hombre tendido al que habían salvado la vida-así lo esperaban- mediante incisiones en los pies y en las manos. Mientras hablaba con él se acercó una enfermera para cambiar las cataplasmas que había sido necesario colocarle a raíz de la operación, y tuve instintivamente el sentimiento de que no debía apartar la mirada para ahorrarme el espectáculo. Estaba gravemente depauperado y sumamente sensible,pero hacía esfuerzos heroicos para dominar cualquier expresión de impaciencia o sufrimiento. Por los rasgos contraídos de su cara y la sábana que lo cubría por completo, no era difícil ver que soprotaba dolores muy agudos, y su estado me crispó como si yo también sufriese. Pero cuando prepararon nuevos vendajes y le aliviaron nuevamente los pies, es excusó-aunque no había pronunciado ni una palabra-diciendo con un tono lastimero:"¡Ya ve lo sensible y débil que estoy, señor!". No oí una sola queja ni de él ni de ninguno de sus numerosos compañeros de infortunio. Escuché muchas palabras de agradecimiento por la solicitud y el cuidado que les prodigaban, pero ni la más mínima queja.
Creo que habría podido reconocer en el esqueleto más desconsolado que hubiera allí el espectro de un soldado. Algo del aire de antaño latía todavía en la más pálida sombra de vida con la que hablaran. Tumbado sobre la cama y con las piernas estiradas, vi a un pobre hombre escuálido, consumido hasta los huesos, en el sentido estricto del término, con un aspecto tan próximo a estar muerto que le pregunté a uno de los doctores si estaba moribundo o había ya fallecido. Algunas palabras amables que le susurró el doctor en la oreja le hicieron abrir los ojos, sonreír un momento, como dando a entender que le habría gustado saludarme si hubiera podido.
-Vamos a ayudarle a reponerse, si Dios quiere-dijo el doctor.
-Si Dios quiere, señor, lo que yo querría es dormir; mi respiración es lo que hace las noches tan largas.
-Es un tipo prudente, conviene que lo sepa -me dijo el doctor, con buen humor-. Cuando lo pusieron en la carreta para traerlo aquí, llovía a cántaros, y tuvo la presencia de ánimo de pedir que le sacaran una moneda de un soberano que tenía en el bolsillo y que llamaran a un simón. Probablemente gracias a eso slavo su vida.
Una débil risa sacudió el esqueleto del paciente que, orgulloso de la historia, dijo:
-Es cierto, señor, la carreta es un medio cómico de traer a un moribundo hasta aquí, y un modo seguro de matarlo.
Nada más oírlo, habría jurado que era un soldado.
Una cosa me había intrigado mucho mientras iba de cama en cama. Una sumamente significativa y cruel No había podido encontrar en todas ellas más que a un hombre joven. Éste había llamado mi atención al levantarse y vestirse con su chaqueta y su pantalón de soldado, con lla intención de sentarse cerca del fuego; pero viéndose demasiado débil, se había arrastrado hasta su cama y se había acostado sobre la cobertura. Habría dicho que se trataba de un hombre joven al que el hambre y la enfermedad habían envejecido. Cuando estábamos junto a la cabecera de la cama del soldado irlandés, hice partícipe de mi perpleijidad al doctor. De la cabecera de la cama cogió una pizarra con algunas palabras escritas, y me preguntó qué edad le atribuía. Le había observado atentamente mientras hablaba con él, y le respondí con toda confianza: "Cincuenta". El doctor, con una mirada rápida y compasiva al paciente, que había vuelto a caer en el estupor, volvió a dejar la pizarra en su sitio y dijo: "veinticuatro".
El mantenimiento de las salas era impecable. No habrían podido ser más humanas, cálidas, acogedoras,cuidadas y bien atendidas. Los propietarios del barco se habían prodigado, ellos también, en todas las atenciones que estaban a su alcance. Había buenos fuegos en cada habitación y los hombres convalecientes estaban sentados a su alrededor, leyendo diversas revistas y periódicos. Me tomé la libertad de invitar a Pangloss, mi amigo funcionario, a que fuera a ver a estos enfermos, y me dijera si sus rostros y actitudes eran o no, en general, las caras y las actitudes de soldados robustos y respetables. El director del hospicio, sorprendido de mis propósitos, me dijo que él había tenido una experiencia bastante dilatada con las tropas, y que nunca le había tocado dirigir a mejores hombres que aquellos. Ellos eran siempre-añadió-tal como los veíamos allí. Y yo apositllo que, por lo que respecta a nosotros, los visitantes, ignoraban casi todo excepto nuestra presencia.
Fue un gesto de audacia por mi parte, pero me tomé otra libertad con Pangloss. Dejando claro de antemano que no me cabía duda de que nadie tenía el menor deseo de silenciar nada de aquel terrible asunto, y que la investigación que se llevara a cabo debía ser lo más imparcial posible, le rogué a Pangloss que pensara en cuatro aspectos de la situación: en primer lugar, que tuviera bien en cuenta que la investigación no había sido realizada en el hospicio, sino a una cierta distancia de él; en segundo lugar, que se diera una vuelta para ver a aquellos pobres espectros en sus camas; en tercero, que recordara que los testigos escogidos para dicha investigación no habían sido seleccionados por el hecho de ser los que más tenían que decir al respecto, sino porque su restablecimeinto no ofrecía ninguna duda; en cuarto lugar, que me dijera si el juez pesquisidor y el tribunal habían podido ir hasta allí, hasta aqueellas camas, a recoger un pequeño testimonio. Mi amigo funcionario se negó a responderme.
En uno de los grupos de hombres sentados junto al fuego, había un sargento leyendo. Puesto que se trataba de un hombre con el aspecto de ser muy inteligente,y yo tengo en gran estima a los suboficiales, me senté sobre la cama lo más cerca posible de él. (Era una cama de uno de los más terroríficos esqueletos de aquella partida de pobres hombres, el cual había de morir no mucho despues).
-Sargento, en la deposición de un oficial durante la investigación, me alegró ver que afirmaba no haber visto hombres como aquellos comportarse mejor a bordo de un barco.
-Se comportaron muy bien, señor.
-Me alegró constatar también que todos los hombres tenían una hamaca.
El sargento sacudió la cabeza con gravedad:
-En eso debe haber un error, señor. Mis hombres no tenían hamaca. No había suficientes hamacas a bordo, y los hombres de las dos unidades vecinas se habían apropiado de las hamacas en cuanto subieron a bordo, desplazando de ellas a mis hombres, por así decirlo.
-¿Los hombres desplazados no tenían hamaca, entonces?
-No, señor. Cuando los hombres morían, eran utilizadas por otros que las necesitaban; pero la mayor parte de ellos no tenían.
-Entonces, no está de acuerdo con la deposición en este punto.
-En absoluto, señor. Un hombre no puede estar de acuerdo cuando sabe que es lo contrario.
-¿Vendió alguno de los hombres su litera a cambio de bebida?
-También en ese punto hay un error, señor. Los hombres tenían la impresión -yo lo sabía a ciencia cierta en aquel momento-de que no tenían derecho a coger las mantas o la ropa de cama del barco; por tanto, los que sí tenían una se pusieron a venderlas con ese fin.
-¿Vendió alguno de los hombres su ropa a cambio de bebida?
-Sí, señor.
(Creo que no ha habido jamás un testigo más sincero que aquel sargento.No pretendía de ningún modo tomar partido).
-¿Muchos?
-Algunos, señor (reflexionando sobre la cuestión). A la manera en que lo hacen los soldados. Durante la estación de lluvias habían hecho largas marchas por carreteras en mal estado -de hecho,poco tenía de auténticas carreteras-, y cuando llegaron a Calcuta, los hombres se pusieron a beber sin pensárselo dos veces. A la manera en que lo hacen los soldados.
-¿Ha visto hombres en este pabellón,por ejemplo, que vendieran su ropa para beber en aquel momento?
La mirada tenue del sargento, que empezaba a reanimarse felizmente, recorrió la sala en derredor suyo y volvió a posarse en la mía.
-Sin duda, señor.
-La marcha hasta Calcuta durante los monzones tuvo que ser dura.
-Muy dura, señor.
-Sin embargo, tanto con el reposo como con el aire marino,pensaría que los hombres-incluso los que bebían- habrían comenzado a reestablecerse a bordo del barco.
-Así es, señor;pero el mal rancho les pasó factura, y cuando llegamos a latitudes más frías, su estado de salud empeoró y empezaron a caer.
-Me han dicho que los enfermos pierden el apetito, ¿es cierto, sargento?
-¿Usted no ha visto el rancho, señor?
-Algunas muestras.
-¿No ha visto cómo tienen la boca, señor?
El sargento, que era un hombre de pocas palabras pero bien escogidas, no podia haber resumido tan certeramente lo que había pasado. Creo que los enfermos habrían podido comerse tanto las provisiones como el barco entero.
Una vez hube dejado al sargento, deseándole un pronto reestablecimiento, me tomé la libertad de preguntar a mi amigo Pangloss si había oído alguna vez hablar de galletas que se emborracharan y cambiaran sus propiedades nutritivas por putrefacción y gusanos; de guisantes que se endurecieran con el licor; de hamacas que se bebieran de un trago la faz de la tierra; de zumo de limón, verduras, vinagre, guisos, suministros de agua y cerveza que se pusieran de acuerdo para tomarse unas copas y hundirse en la miseria. Si no es así -le pregunté-, ¿qué habría dicho en defensa de los oficiales condenados por el tribunal del juez pesquisidor, quien, al rubricar el informe de la Inspección General en relación con el barco Gran Tasmania, fletado para estas tropas, había afirmado abiertamente que todas estas inmundicias envenenadas eran alimentos sanos y en buen estado?
Mi amigo funcionario replicó que lo que le resultaba notable era el hecho de que, aunque algunos de los oficiales no eran más que positivamente buenos, y otros mejores en comparación con ellos, estos últimos eran los mejores que pudiera imaginarse.
Me flaquean la mano y el corazón al escribir el relato de este viaje. El espectáculo de aquellos soldados en las camas de aquel hospicio de Liverpool-un buen hospicio donde los haya-era tan impactante y tan escandaloso que,en tanto que inglés, me causa sonrojo recordarlo. Hubiera sido simplemente insoportable en aquel momento si no hubiera sido por la consideración y la compasión que se les ofrecía para aliviar sus sufrimientos.
Ninguno de los castigos previstos en nuestra ineficaz legislación está a la altura del daño infligido en este asunto. Pero, si éste es relegado al olvido sin que paguen los culpables; o si el
Gobierno -con independencia del partido político que sea- no depura las responsablidades ni cesa en sus puestos a las personas implicadas en este desafuero, será un baldón de ignominia para él y una vergüenza para la nación que acepte cobardemente que un atropello semejante pueda cometerse en su nombre.
del libro de relatos El viajero sin propósito, 1860-70,Charles DICKENS
Trad. y prólogo Pedro Tena-editorial Gadir,2010
martes, 3 de enero de 2012
El bastón de laca-J.L.BORGES
María Kodama lo descubrió. Pese a su autoridad y a su firmeza, es curiosamente liviano. Quienes lo ven lo advierten; quienes lo advierten lo recuerdan.
Lo miro. Siento que es una parte de aquel imperio, infinito en el tiempo, que erigió su muralla para construir un recinto mágico.
Lo miro. Pienso en aquel Chiang Tzu que soñó que era una mariposa y que no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.
Lo miro. Pienso en el artesano que trabajó el bambú y lo dobló para que mi mano derecha pudiera calzar bien en el puño.
No sé si vive aún o si ha muerto.
No sé si es tahoista o budista o si interroga el libro de los sesenta y cuatro hexagramas.
No nos veremos nunca.
Está perdido entre novecientos treinta millones.
Algo, sin embargo, nos ata.
No es imposible que Alguien haya premeditado este vínculo.
No es imposible que el universo necesita este vínculo.
Jorge Luis Borges, 1981-La cifra
domingo, 1 de enero de 2012
Así comienza también El POZO-de J.C.ONETTI
El pozo (1939)
Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios.
Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las tardes, derrama adentro de la pieza. Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara. La barbilla, sin afeitar, me rozaba los hombros.
Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo:
—“Date cuenta el serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita”.
Era una mujer chica, con unos dedos alargados en las puntas, y lo decía sin indignarse, sin levantar la voz, en el mismo tono mimoso con que saludaba al abrir la puerta. No puedo acordarme de la cara; veo nada más que el hombro irritado por las barbas que se le habían estado frotando, siempre en ese hombro, nunca en el derecho, la piel colorada y la mano de dedos finos señálandola.
Después me puse a mirar por la ventana, distraído, buscando descubrir cómo era la cara de la prostituta. Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. Estaban, como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida y el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo blanco y amarillo colgándole frente al pecho. El chico andaba en cuatro patas, con las manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa remangada y, mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente, toda en realidad, capaz de sentir ternura por eso.
Seguí caminando, con pasos cortos, para que las zapatillas golpearan muchas veces en cada paseo. Debe haber sido entonces que recordé que mañana cumplo cuarenta años. Nunca me hubiera podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre, encerrado en la pieza. Pero esto no me dejó melancólico. Nada más que una sensación de curiosidad por la vida y un poco de admiración por su habilidad para desconcertar siempre. Ni siquiera tengo tabaco.
No tengo tabaco, no tengo tabaco. Esto que escribo son mis memorias. Porque un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes. Lo leí no sé dónde.
Encontré un lápiz y un montón de proclamas abajo de la cama de Lázaro, y ahora se me importa poco de todo, de la mugre y el calor y los infelices del patio. Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mí mismo.
Ahora se siente menos calor y puede ser que de noche refresque. Lo difícil es encontrar el punto de partida. Estoy resuelto a no poner nada de la Infancia. Como niño era un imbécil: sólo me acuerdo de mí años después, en la estancia o en el tiempo de la Universidad. Podría hablar de Gregorio, el ruso que apareció muerto en el arroyo, de María Rita y el verano en Colonia. Hay miles de cosas y podría llenar libros.
Dejé de escribir para encender la luz y refrescarme los ojos que me ardían. Debe ser el calor. Pero ahora quiero algo distinto. Algo mejor que la historia de las cosas que me sucedieron. Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños. Desde alguna pesadilla, la más lejana que recuerde, hasta las aventuras en la cabaña de troncos. Cuando estaba en la estancia, soñaba muchas noches que un caballo blanco saltaba encima de la cama. Recuerdo que me decían que la culpa la tenía José Pedro porque me hacía reir antes de acostarme, soplando la lámpara eléctrica para apagarla.
Lo curioso es que, si alguien dijera de mi que soy “un soñador”, me daría fastidio. Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que contar. Es porque se me da la gana, simplemente. Y si elijo el sueño de la cabaña de troncos, no es porque tenga alguna razón especial. Hay otras aventuras más completas, más interesantes, mejor ordenadas. Pero me quedo con la de la cabaña porque me obligará a contar un prólogo, algo que me sucedió en el mundo de los hechos reales hace unos cuarenta años. También podría ser un plan el ir contando un “suceso” y un sueño. Todos quedaríamos contentos.
Aquello pasó un 31 de diciembre, cuando vivía en Capurro. No sé si tenía 15 o 16 años; sería fácil determinarlo pensando un poco, pero no vale la pena. La edad de Ana María la sé sin vacilaciones: 18 años. 18 años, porque murió unos meses después y sigue teniendo esa edad cuando abre por la noche la puerta de la cabaña y corre sin hacer ruido, a tirarse en la cama de hojas.
Era un fin de año y había mucha gente en casa. Recuerdo el champán, que mi padre estrenaba un traje nuevo y que yo estaba triste o rabioso, sin saber por qué, como siempre que hacían reuniones y barullo. Después de la comida los muchachos bajaron al jardín. (Me da gracia ver que escribí bajaron y no bajamos.) Ya entonces nada tenía que ver con ninguno.
Era una noche caliente, sin luna, con un cielo negro lleno de estrellas. Pero no era el calor de esta noche en este cuarto, sino un calor que se movía entre los árboles y pasaba junto a uno como el aliento de otro que nos estuviera hablando o fuera a hacerlo.
Estaba sentado en unas bolsas de portland endurecido, solo, y a mi lado había un azadón con el mango blanco de cal. Oía los chillidos que estaban haciendo con unas cornetas compradas a propósito y que llegaron junto con el champán, para despedir el año. En casa tocaban música. Estuve mucho tiempo así, sin moverme, hasta que oí el ruido de pasos y vi a la muchacha que venía caminando por el sendero de arena.
Puede parecer mentira: pero recuerdo perfectamente que desde el momento en que reconocí a Ana María —por la manera de llevar un brazo separado del cuerpo y la inclinación de la cabeza— supe todo lo que iba a pasar esa noche. Todo menos el final, aunque esperaba una cosa con el mismo sentido.
Me levanté y fui caminando para alcanzarla, con el plan totalmente preparado, sabiéndolo, como el se tratara de alguna cosa que ya nos había sucedido y que era inevitable repetir. Retrocedió un poco cuando la tomé del brazo; siempre me tuvo antipatía o miedo.
—Hola.
—Hola.
Yo le hablaba de Arsenio, bromeando. Ella estaba cada vez más fría, apurando el paso, buscando las calles entre los árboles. Cambié en seguida de táctica y me puse a elogiar a Arsenio con una voz seria y amistosa. Desconfió un momento, nada más. Empezó a reírse a cada palabra, tirando la cabeza para atrás. A ratos se olvidaba y me iba golpeando con el hombro al caminar, dos o tres veces seguidas. No sé a qué olía el perfume que se había puesto. Le dije la mentira sin mirarla, seguro de que iba a creerla. Le dije que Arsenio estaba en la casita del jardinero, en la pieza del frente, fumando en la ventana, solo. (Por qué no hubo nunca ningún sueño de algún muchacho fumando solo de noche, así, en una ventana, entre los árboles.) Nos combinamos para entrar por la puerta del fondo y sorprenderlo. Ella iba adelante, un poco agachada para que no pudieran verla, con mil precauciones para no hacer ruido al pisar las hojas. Podía mirarle los brazos desnudos y la nuca. Debe haber alguna obsesión ya bien estudiada que tenga como objeto la nuca de las muchachas, las nucas un poco hundidas, infantiles, con el vello que nunca se logra peinar. Pero entonces yo no la miraba con deseo. Le tenía lástima, compadeciándola por ser tan estúpida, por haber creído en mi mentira, por avanzar así, ridícula, doblada, sujetando la risa que le llenaba la boca por la sorpresa que íbamos a darle a Arsenio.
Abrí la puerta, despacio. Ella entró la cabeza; y el cuerpo, solo, tomó por un momento algo de la bondad y la inocencia de un animal. Se volvió para preguntarme, mirándome. Me incliné, casi le tocaba la oreja:
—¿No te dije que en el frente? En la otra pieza.
Ahora estaba seria y vacilaba, con una mano apoyada en el marco, como para tomar impulso y disparar. Si lo hubiera hecho, yo tendría que quererla toda la vida. Pero entró; yo sabía que iba a entrar y todo lo demás. Cerré la puerta. Había una luz de farol filtrada por la ventana que sacaba de la sombra la mesa cuadrada, con un hule blanco, la escopeta colgada en la pared, la cortina de cretona que separaba los cuartos.
Ella me tocó la mano y la dejó en seguida. Caminó en puntas de pie hasta la cortina y la apartó de un manotazo. Yo creo que comprendió todo de golpe, sin proceso, de la misma manera que yo lo había concebido. Dio media vuelta y vino corriendo, desesperada, hasta la puerta.
Ana María era grande. Es larga y ancha todavía cuando se extiende en la cabaña y la cama de hojas se hunde con su peso. Pero en aquel tiempo yo nadaba todas las mañanas en la playa; y la odiaba. Tuvo, además, la mala suerte de que el primer golpe me diera en la nariz. La agarré del cuello y la tumbé. Encima suyo, fui haciendo girar las piernas, cubriéndola, hasta que no pudo moverse. Solamente el pecho, los grandes senos, se le movían desesperados de rabia y de cansancio. Los tomé, uno en cada mano, retorciéndolos. Pudo zafar un brazo y me clavó las uñas en la cara. Busqué entonces la caricia más humillante, la más odiosa. Tuvo un salto y se quedó quieta en seguida, llorando, con el cuerpo flojo. Yo adivinaba que estaba llorando sin hacer gestos. No tuve nunca, en ningún momento, la intención de violarla; no tenía ningún deseo por ella., Me levanté, abrí la puerta y salí afuera. Me recosté en la pared para esperarla. Venía música de la casa y me puse a silbarla, acompañándola.
Salió despacio. Ya no lloraba y tenía la cabeza levantada, con un gesto que no le había notado antes. Caminó unos pasos, mirando el suelo como al buscara algo. Después vino hasta casi rozarme. Movía los ojos de arriba abajo, llenándome la cara de miradas, desde la frente hasta la boca. Yo esperaba el golpe, el insulto, lo que fuera, apoyado siempre en la pared, con las manos en los bolsillos. No silbaba, pero Iba siguiendo mentalmente la música. Se acercó más y me escupió, volvió a mirarme y se fue corriendo.
Me quedé inmóvil y la saliva empezó a correrme, enfriándose, por la nariz y la mejilla. Luego se bifurcó a los lados de la boca. Caminé hasta el portón de hierro y salí a la carretera. Caminé horas, hasta la madrugada, cuando el cielo empezaba a clarear. Tenía la cara seca.[...]