Vampiro-Edvard Munch, 1894
entre espinas crepúsculos pisando* Cuando llegamos a los átomos sólo puede usarse el lenguaje como en Poesía**
* de Luis de Góngora
** de Niels Bohr
foto: Samuel Beckett contempla perro y gato, tomado de Entre Gulistán y Bostan
** de Niels Bohr
foto: Samuel Beckett contempla perro y gato, tomado de Entre Gulistán y Bostan
sábado, 31 de agosto de 2013
Mi alma es un vampiro grueso-Marosa Di Giorgio///Edvard Munch, Vampiro
Vampiro-Edvard Munch, 1894
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lunes, 26 de agosto de 2013
La noticia-J.José ARREOLA//Marat, autorretrato-Edvard MUNCH
LA NOTICIA Yo acariciaba las estatuas rotas...
C.P.
El golpe fue tan terrible que para no caer tuve que apoyarme en la historia. Sin venir al caso me vi en la tina de baño, sarnoso Marat frente a Carlota Corday.
El suelo se me ha ido de los pies y la memoria en desorden me coloca en puras situaciones infames. Soy por Margarita de Borgoña arrojado en un saco al Sena, Teodora me manda degollar en el hipódromo, Coatlicue me asfixia bajo su falda de serpientes...Alguien me ofrece al pie de un árbol la fruta envenenada. Ciego de cólera derribé las columnas de Sansón sobre una muchedumbre de cachondas filisteas. (Afortunadamente siempre he llevado largos los cabellos, por las dudas. )
Una procesión de cornudos ilustres me pasó por la cabeza y yo elegí entre todos a Urías el hitita. Valientemente me puse a su lado en la primera línea del combate, mientras David se acostaba con Betsabé. Y nos dimos la mano, moribundos.
Finalmente me refugié en el rapto de las sabinas. Y allí, entre una bárbara confusión de cabelleras, brazos, piernas y alaridos, me hice el perdedizo. Dejé que se las llevaran a todas, tranquilamente, y la que estaba dándome la noticia se convirtió en un fantasma incoloro.
Como los romanos adoptaron hasta las niñas recién nacidas, la historia de nuestro pueblo concluye felizmente en la anécdota del rapto. No más asuntos de mujeres.
El fantasma incoloro que estaba dándome la noticia desapareció por completo y yo me considero, con justa razón, el último representante de la estirpe sabina.
De vez en cuando abandono mi soledad hombruna, paseo vagamente por las ruinas del Imperio y acaricio en sueños las estatuas rotas...
La noticia-en Bestiario, J.J. Arreola, 1959,
Edit. RBA Narrativas, 1ª edic. abril 2011
Edvard Munch-autorretrato como Marat-en la clínica Jakobson-1908-9
Copenhage
C.P.
El golpe fue tan terrible que para no caer tuve que apoyarme en la historia. Sin venir al caso me vi en la tina de baño, sarnoso Marat frente a Carlota Corday.
El suelo se me ha ido de los pies y la memoria en desorden me coloca en puras situaciones infames. Soy por Margarita de Borgoña arrojado en un saco al Sena, Teodora me manda degollar en el hipódromo, Coatlicue me asfixia bajo su falda de serpientes...Alguien me ofrece al pie de un árbol la fruta envenenada. Ciego de cólera derribé las columnas de Sansón sobre una muchedumbre de cachondas filisteas. (Afortunadamente siempre he llevado largos los cabellos, por las dudas. )
Una procesión de cornudos ilustres me pasó por la cabeza y yo elegí entre todos a Urías el hitita. Valientemente me puse a su lado en la primera línea del combate, mientras David se acostaba con Betsabé. Y nos dimos la mano, moribundos.
Finalmente me refugié en el rapto de las sabinas. Y allí, entre una bárbara confusión de cabelleras, brazos, piernas y alaridos, me hice el perdedizo. Dejé que se las llevaran a todas, tranquilamente, y la que estaba dándome la noticia se convirtió en un fantasma incoloro.
Como los romanos adoptaron hasta las niñas recién nacidas, la historia de nuestro pueblo concluye felizmente en la anécdota del rapto. No más asuntos de mujeres.
El fantasma incoloro que estaba dándome la noticia desapareció por completo y yo me considero, con justa razón, el último representante de la estirpe sabina.
De vez en cuando abandono mi soledad hombruna, paseo vagamente por las ruinas del Imperio y acaricio en sueños las estatuas rotas...
Juan José Arreola, México 1918-2001 |
Edit. RBA Narrativas, 1ª edic. abril 2011
Muerte de Marat-1907-E.Munch |
2ª versión,Muerte de Marat-1907-E.Munch |
Edvard Munch-autorretrato como Marat-en la clínica Jakobson-1908-9
Copenhage
jueves, 22 de agosto de 2013
Nichita STANESCU (Ploiesti,1933-Bucarest,1983)
EL SUEÑO Y EL DESPERTAR
Como yo no entendía nada
ni tú tampoco,
hemos creído que somos de la misma edad.
Nos hemos confesado uno frente al otro
el más oculto secreto:
que existimos...
Pero era de noche y, ay, por la mañana,
terrible descubrimiento,
me había despertado con la sien sobre tí,
amarilla, gavilla, trigo.
Y he pensado: Dios mío,
¿qué clase de pan sería yo
y para quién?
de Segunda Elegía, Gética
En cada hueco estaba sentado un dios.
Si se abría una piedra, en seguida era traído
y colocado dentro un dios.
Bastaba que se rompiera un puente
para que en este sitio se sentara un dios,
o en las carreteras bastaba un hoyo en el asfalto
para que se sentara un dios.
Ay, no te cortes la mano o el pie,
por error o con intención,
en seguida pondrán dentro de la herida un dios,
como en todas partes.
Pondrán dentro un dios
para tener a quien rezar, puesto que él
defiende todo lo que se aleja de sí mismo.
Ten cuidado, campeador, no pierdas
el ojo
porque van a traer y meterán
en el hueco un dios
y él va a sentarse allá de piedra, y nosotros
moveremos nuestras almas glorificándole...
Incluso tu agitarás el alma
glorificándole como a un extranjero.
de Antología de la poesía rumana contemporánea (Edit.Elion, Bucarest, 2000, trad. de Darie Novaceanu).
Quinta Elegía
LA TENTACIÓN DE LO REAL
No me enfadé jamás con las manzanas
Porque fueran manzanas, ni con las hojas porque fueran hojas,
Ni con la sombra porque fuera sombra, ni con los pájaros porque
Fueran pájaros.
Pero manzanas, hojas, sombras, pájaros
Se enfadaron de pronto conmigo.
Heme conducido ante el tribunal de las hojas,
Ante el tribunal de las sombras, de las manzanas, de los pájaros,
Tribunales redondos, tribunales aéreos
Tribunales tenues, refrescantes.
Heme condenado por el no saber,
Por el tedio, por la intranquilidad,
Por la inmovilidad..
Sentencias redactadas en el idioma de las pepitas.
Actas de acusación selladas
Con vísceras de pájaro,
Refrescantes penitencias grises decididas para mí.
Estoy de pie, con la cabeza descubierta,
Trato de descifrar lo que se merece
Mi ignorancia…
Y no puedo, no puedo descifrar
Nada,
Y este estado de espíritu, él mismo
Se enfada conmigo
Y me condena, indescifrable,
A una perpetua espera,
A una concentración de los significados en sí mismos,
Hasta que adopte la forma de las manzanas, de las hojas,
De las sombras,
De los pájaros.
--------------------
No tropieza con nadieNo me enfadé jamás con las manzanas
Porque fueran manzanas, ni con las hojas porque fueran hojas,
Ni con la sombra porque fuera sombra, ni con los pájaros porque
Fueran pájaros.
Pero manzanas, hojas, sombras, pájaros
Se enfadaron de pronto conmigo.
Heme conducido ante el tribunal de las hojas,
Ante el tribunal de las sombras, de las manzanas, de los pájaros,
Tribunales redondos, tribunales aéreos
Tribunales tenues, refrescantes.
Heme condenado por el no saber,
Por el tedio, por la intranquilidad,
Por la inmovilidad..
Sentencias redactadas en el idioma de las pepitas.
Actas de acusación selladas
Con vísceras de pájaro,
Refrescantes penitencias grises decididas para mí.
Estoy de pie, con la cabeza descubierta,
Trato de descifrar lo que se merece
Mi ignorancia…
Y no puedo, no puedo descifrar
Nada,
Y este estado de espíritu, él mismo
Se enfada conmigo
Y me condena, indescifrable,
A una perpetua espera,
A una concentración de los significados en sí mismos,
Hasta que adopte la forma de las manzanas, de las hojas,
De las sombras,
De los pájaros.
--------------------
ni se golpea con nada,
ya que no ofrece nada al exterior
con lo que pueda golpearse.
fuente traducción del rumano Ionana Zlotescu y José María Bermejo
Sexta elegía
Afasia
Estoy entre dos ídolos y no puedo elegir
Ni a uno ni a otro,
Estoy entre dos ídolos y llueve menudamente,
Y no puedo escoger ni a uno ni a otro
Y en la espera los ídolos se fosilizan
Bajo la lluvia menuda. Estoy aquí,
Y no puedo elegir entre dos
Trozos de madera, y llueve menudamente y no puedo
Bajo la lluvia putrefacta elegir. Estoy aquí
Y los maderos. Los dos, enseñan
Sus costillas blanqueadas por la lluvia menuda.
Estoy entre dos esqueletos de caballo
Y no puedo elegir a ninguno, estoy y
Llueve menudamente deshaciendo la tierra
Bajo los huesos blancos, y no puedo elegir.
Estoy entre dos fosas y llueve menudamente
Y el agua recorre la tierra con dientes
De rata hambrienta.
Estoy, con una pala en la mano, entre dos fosas, y no puedo, bajo la lluvia menuda,
Elegir cuál será la primera para luego taparla
Con la tierra mordida por la lluvia menuda.
II
Ni siquiera tiene presente,
Pero es difícil imaginar
De qué manera no lo tiene.
Es el adentro pleno,
El interior del punto,
Más apretado en sí que el punto mismo.
de Undécima elegía
VI
Heme
permaneciendo en lo que soy,
con banderas de soledad, con escudos de frío,
atrás, hacia mí mismo corro,
arrancándome de todas partes,
arrancándome de mi delante,
de mi atrás, de la derecha, y
de la izquierda, de mi arriba, y
de mi abajo, partiendo
desde todas partes y regalando
a todas partes signos del recuerdo:
del cielo - estrellas,
de la tierra - aire,
de las sombras - ramas con sus hojas puestas.
Poema
¿Dime, si algún día podré coger y besar la
planta de tu pie...
verdad que tú vas a cojear un poco, después,
con el temor de no aplastar mi beso?
Evocación
Era linda como la sombra de una idea —
sus espaldas olían como la piel de una niña,
a piedra apenas rota,
a grito en una lengua muerta.
No pesaba... era como la respiración.
Riendo y llorando a lágrima viva
era salada como la sal
que los bárbaros sirven en sus festines.
Era hermosa como la sombra de un pensamiento.
En todas las aguas solamente ella la tierra.
Emoción de otoño
Ha llegado el otoño, por favor,
cúbreme el corazón con alguna cosa,
con la sombra de un árbol, o mejor con la tuya.
A veces tengo miedo de no verte más,
que alas afiladas hasta al cielo me van a crecer,
que tú misma vas a esconderte en un ojo ajeno
y que va a cerrarse con una hoja de ajenjo.
Y entonces me acerco de piedras y me callo,
llevo todas las palabras y las ahogo en el mar,
silbo la luna, la levanto yo mismo y la convierto
en un gran amor.
Cuadriga
a Mihai Eminescu
Silba una cuadriga sobre la llanura
de mis segundos.
Tiene cuatro caballos, tiene dos luchadores.
Uno está con los ojos entre hojas, el otro
con los ojos en lágrimas.
Uno mantiene su corazón adelante, en los caballos,
el otro arrastra su corazón, atrás, sobre las piedras.
Uno aprieta los frenos con su brazo derecho,
el otro aprieta la tristeza entre sus brazos.
Uno se mantiene firme, con sus armas,
el otro con sus recuerdos.
Silba una cuadriga sobre la llanura
de mis segundos.
Tiene cuatro caballos negros, tiene dos luchadores.
Uno mantiene su vida en las águilas,
el otro, mantiene su vida en las ruedas trastornadas,
y los caballos corren, hasta que quiebran con sus bocas
el segundo,
corren hacia fuera, corren hacia fuera
y no se ven más.
traducción del rumano Ionana Zlotescu y José María Bermejo.
domingo, 18 de agosto de 2013
"Viraje decisivo", Rainer Maria Rilke en cartas a Lou Andreas Salomé
Carta enviada a Göttingen desde París hacia mediados de junio
París, sábado 20 de junio de 1914
Lou querida, he aquí un extraño poema escrito esta mañana, que te envío ahora mismo, y al que espontáneamente he titulado «Wendung»
porque representa el viraje decisivo que se producirá probablemente con
toda necesidad si tengo que vivir, y comprenderás en qué sentido lo
concebí.
Tu carta en respuesta a mi estudio sobre las «Muñecas» la había
presentido, suponiendo que me escribirías una de consuelo, que
manifestara una impresión apropiada para ordenarlo. Y, en efecto,
comprendo perfectamente lo que reconoces en ella, así como la última
frase que las «palabras» son incapaces de expresar, esa última frase con
relación a la unidad que la muñeca forma con lo corporal y sus más
horribles fatalidades.
Pero, qué espantoso es que uno escriba semejante cosa sin darse cuenta
de nada, so pretexto de hablar de un recuerdo de la más original
intimidad, y que a continuación deje uno la pluma con ansias de revivir
una vez más lo fantasmal, pero de manera ilimitada como nunca antes lo
había hecho; hasta que, lleno a rebosar de estopa el cuerpo de títere en
que uno mismo se ha convertido, se quede con la boca reseca.
Tu Rainer
Viraje decisivo
El camino que lleva de la intimidad
a la grandeza pasa por el sacrificio.
Kassner
Lentamente se la ganó con la mirada en reñida lucha.
Los astros doblaban la rodilla
bajo la violencia de sus ojos alzados.
O volvía a contemplar arrodillado,
y el perfume de su insistencia
doblegaba algo divino,
ella le sonreía, adormecida.
Las torres que así contemplaba, se estremecían:
edificadas otra vez, hacia las alturas, de un vistazo.
Mas cuan a menudo, de día
sobrecargado, el paisaje, al anochecer
reposaba, tendido sobre su silencioso percibir.
Los animales entraban confiados
en la abierta mirada, paciendo,
y cautivos los leones
los observaban con sus ojos fijos cual una libertad inconcebible;
unos pájaros lo atravesaban con su vuelo,
a él, el insensible; unas flores
se reflejaban en él
grandes como en un alma infantil.
Y el rumor de que existía un contemplativo tal
conmovía a los menos
improbablemente visibles,
conmovía a las mujeres.
¿Mirando desde hace cuánto tiempo?
¿Desde hace cuánto tiempo privándose ya íntimamente
suplicando en el fondo de la mirada?
Cuando él, que vivía en la espera, un país extranjero,
sentado en la habitación de un albergue,
sentado en la habitación dispersa, alejada de él, que
lo rodeaba de un ambiente taciturno, y en el espejo evitada
de nuevo la habitación,
y más tarde, vista desde el fondo de su torturadora cama, otra vez
la habitación: entonces deliberaba esto al vacío,
imperceptiblemente, deliberaba a propósito de su corazón sensible,
en el fondo de su cuerpo trastornado de dolor,
de su corazón a pesar de todo sensible,
esto deliberaba y juzgaba ese corazón:
no poseía nada del amor.
(Y le eran rechazadas nuevas consagraciones).
Ya está, se ha puesto un límite a la mirada.
Y el universo mirado
quiere alcanzar su plenitud en el amor.
La labor de la vista está hecha,
haz en adelante la labor del corazón
con respecto a tus imágenes, esas imágenes cautivas; pues tú
las habías vencido: pero sigues sin conocerlas.
Mira, hombre interior, tu interior muchachita
conquistada en reñida lucha
contra mil naturalezas,
esta criatura sólo conquistada, todavía no amada.
Wendung
Der Weg von der Innigkeit zur Größe
geht durch das Opfer.
Kassner
Lange errang ers im Anschaun.
Sterne brachen ins Knie
unter dem ringenden Aufblick.
Oder er anschaute es knieend,
und seines Instands Duft
machte ein Göttliches müd,
dass es ihm lächelte schlafend.
Türme schaute er so,
dass sie erschraken:
wieder sie bauend, hinan, plötzlich, in Einem!
Aber wie oft, die vom Tag
überladene Landschaft
ruhete hin in sein stilles Gewahren, abends.
Tiere traten getrost
in den offenen Blick, weidende,
und gefangenen Löwen
starrten hinein wie in unbegreifliche Freiheit;
Vögel durchflogen ihn grad,
den gemütigen; Blumen
wiederschauten in ihn groß wie Kinder.
Und das Gerücht, dass ein Schauender sei,
rührte die minder,
fraglicher Sichtbaren,
rührte die Frauen.
Schauend wie lang?
Seit wie lange schon innig entbehrend,
flehend im Grunde des Blicks?
Wenn er, ein Wartender, saß in der Fremde; des Gasthofs
zerstreutes, abgewendetes Zimmer
mürrisch um sich, und im vermiedenen Spiegel
wieder das Zimmer
und später vom quälenden Bett aus
wieder:
da beriets in der Luft,
unfassbar beriet es
über sein fühlbares Herz,
über sein durch den schmerzhaft verschütteten Körper
dennoch fühlbares Herz
beriet es und richtete:
dass es der Liebe nicht habe.
(Und verwehrte ihm weitere Weihen.)
Denn des Anschauns, siehe, ist eine Grenze.
Und die geschaute Welt
will in der Liebe gedeihn.
Werk des Gesichts ist getan,
tue nun Herz-Werk
an den Bildern in dir, jenen gefangenen; denn du
überwältigtest sie: aber nun kennst du sie nicht.
Siehe, innerer Mann, dein inneres Mädchen,
dieses errungene aus
tausend Naturen, dieses
erst nur errungene, nie
noch geliebte Geschöpf.
Correspondencia Rainer Maria Rilke- Lou Andreas Salomé
a partir de la establecida y publicada por Ernst Pfeiffer
(Max Niehans Verlag Zurich u. Insel Verlag Wiesbaden 1952)
Prólogo de Pierre Klossowski
Postfacio de Miguel Morey
Traducción de José María Fouce
Barcelona, Hesperus, 1981 y 1997
Fuente del texto original en alemán
Foto: Rainer Maria Rilke, 1906, por George Bernard Shaw
agradezco su publicación a Ignoria
jueves, 15 de agosto de 2013
Cascando-S.Beckett///Café Müller-Pina Bausch
fragm. inicial de Café Müller-Pina Bausch
obra completa, 1978
Cascando-Samuel Beckett, 1936
1
why not merely the despaired of
occasion of
wordshed
is it not better abort than be barren
the hours after you are gone are so leaden
they will always start dragging too soon
the grapples clawing blindly the bed of want
bringing up the bones the old loves
sockets filled once with eyes like yours
all always is it better too soon than never
the black want splashing their faces
saying again nine days never floated the loved
nor nine months
nor nine lives
2
saying again
if you do not teach me I shall not learn
saying again there is a last
even of last times
last times of begging
last times of loving
of knowing not knowing pretending
a last even of last times of saying
if you do not love me I shall not be loved
if I do not love you I shall not love
the churn of stale words in the heart again
love love thud of the old plunger
pestling the unalterable
whey of words
terrified again
of not loving
of loving and not you
of being loved and not by you
of knowing not knowing pretending
pretending
I and all the others that will love you
If they love you
3
unless they love you
==========
1
por qué no meramente perder toda esperanza en
la ocasión de hacer
derramamiento de palabras
acaso no es mejor abortar que ser estéril
después de que te vas las horas pesan como el plomo
comienzan siempre a rastras demasiado pronto
los garfios desgarrando ciegamente el lecho del deseo
exhumando los huesos los antiguos amores
cuencas alguna vez llenas con ojos iguales a los tuyos
siempre es mejor acaso demasiado pronto que jamás
el oscuro deseo salpicando sus rostros
diciendo una vez más nunca flotó lo amado nueve días
ni nueve meses
ni nueve vidas
2
diciendo una vez más
si vos no me enseñás no aprenderé
diciendo una vez más hay una última
incluso de las últimas veces
últimas veces de rogar
últimas veces de amar
de saber no saber aparentar
una última incluso de las últimas veces de decir
si no me amás a mí yo ya no seré amado
si no te amo a vos ya no amaré
el batir de palabras rancias una vez más dentro del corazón
amor amor amor el golpeteo de ese antiguo émbolo
prensando el inmutable
suero de las palabras
una vez más muerto de miedo
de no amar
de amar pero no a vos
de ser amado pero no por vos
de saber no saber aparentar
aparentar
yo y todos los otros que te amen
si te aman
3
a menos que te amen
::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
Cascando, 1936,Samuel Beckett (versión de Ezequiel Zaidenwerg)
el término Cascando alude al caudal decreciente de una cascada
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martes, 6 de agosto de 2013
Canetti sobre "Diario de Hiroshima" del médico superviviente M. Hachiya///DOSSIER sobre Hiroshima y Nagasaki
Elias Canetti sobre EL “DIARIO DE HIROSHIMA” del médico M.Hachiya
Rostros que se deshacen
en Hiroshima, la sed de los ciegos. Dientes blancos que sobresalen en
una cara desaparecida. Calles ribeteadas de cadáveres. Sobre una
bicicleta, un muerto. Estanques rebosantes de muertos. Un médico con
cuarenta heridas. “Está vivo? ¿Está vivo?” Tendrá que oírlo muchas
veces. Visita ilustre: Su Excelencia. En honor a él se incorpora en su
lecho de enfermo y piensa que está mejor.
Por la noche, como única luz, las fogatas de la ciudad. Cadáveres ardiendo. Olor a sardinas quemadas.
Cuando ocurrió, lo primero que de pronto advirtió en sí mismo: que estaba totalmente desnudo.
El silencio, todas las figuras se mueven sin ruido, como en una película muda.
La visita a los enfermos en el hospital: primeros informes sobre lo sucedido, la destrucción de Hiroshima.
La ciudad de los 47 Ronin ¿la habrían elegido por esto?
El Diario del médico Michihiko Hachiya comprende 56 días en Hiroshima, desde el 6 de agosto, día en que lanzaron la bomba atómica, hasta el 30 de septiembre de 1945.
Está escrito como una obra de la literatura japonesa: precisión, ternura y responsabilidad son sus rasgos esenciales.
Un médico moderno, tan profundamente japonés que su fe en el emperador es inquebrantable, aun cuando éste anuncie la capitulación.
En este Diario, casi cada página invita a la reflexión. De él se aprende más que de cualquier descripción posterior, pues uno comparte, desde el principio, el carácter misterioso e inexplicable de lo sucedido: todo es absolutamente inexplicable. En medio de sus propios sufrimientos, entre cientos de muertos y heridos, el autor intenta reconstruir paso a paso la situación; sus sospechas cambian a medida que se entera de nuevas cosas y van convirtiéndose en teorías que exigen experimentos.
No hay una sola línea falsa en este Diario, ninguna vanidad que no esté basada en la vergüenza.
Si tuviera algún sentido averiguar qué forma de literatura es hoy en día indispensable, indispensable a un hombre que sepa y tenga los ojos bien, abiertos, habría que decir: ésta.
Como todo sucede en un hospital, la observación se centra, sin excepción, en los seres humanos: los que van llegando y los que trabajan en él. Se menciona a personas que mueren en un lapso de pocos días. Otros, provenientes de lugares y ciudades diversos, llegan de visita. La alegría de encontrar viva a gente que daban por muerta es avasalladora. Ese hospital es el mejor de la ciudad, una especie de Paraíso en comparación con los otros; todos intentan llegar a él y muchos lo consiguen. De noche, las únicas luces son las de las fogatas de la ciudad: los muertos, al ser incinerados, son los donantes de esas luces. Más tarde se reúne alrededor de una vela un grupo de tres personas que hablan del Pikadon, es decir, del acontecimiento.
Cada cual intenta completar su propio informe con el de otro: es como si hubiera que reconstruir una película a partir de fotogramas dispersos y casuales, y de vez en cuando se le añadiese un trozo. Uno va a la ciudad, se abre paso entre los escombros o excava en busca de tesoros, regresa a la nueva comunidad de moribundos y espera.
Nunca he llegado a conocer tanto a un japonés como en este Diario. Por mucho que haya leído antes sobre ellos, sólo ahora tengo la sensación de conocerlos verdaderamente.
¿Será cierto que sólo en su máxima desgracia podemos sentir a los demás hombres como a nosotros mismos? ¿Será la desdicha aquello que más en común tienen los hombres?
La profunda aversión por cualquier idilio, la intolerabilidad de la literatura idílica bien pueden deberse a ello.
En el caso de Hiroshima, se trata de la catástrofe más concentrada que jamás se haya abatido sobre seres humanos. En un pasaje de su Diario, el doctor Hachiya piensa en Pompeya. Pero ésta tampoco constituye un término de comparación. Sobre Hiroshima se abatió una catástrofe que fue cuidadosamente calculada y provocada por seres humanos. La “naturaleza” se halla excluida del juego.
La visión de la catástrofe es distinta según sea vivida en el interior de la ciudad, donde sólo se ve pero no se oye nada (Pika), o bien en el exterior, donde también se puede oír (Pikadon). Ya muy avanzado el Diario, tropezamos con la descripción de un hombre que llegó a ver la “nube” sin estar directamente expuesto a ella. Queda fascinado por su belleza: el brillante colorido de la nube, la nitidez de sus contornos, las líneas rectas que desde ella se propagan por el cielo.
¿Qué significa sobrevivir en una catástrofe de semejante magnitud? Como ya he dicho, las anotaciones de este Diario provienen de un médico, de un médico moderno y particularmente escrupuloso, que está acostumbrado a pensar de manera científica y que, frente a un fenómeno tan absolutamente nuevo, no sabe con qué tiene que vérselas. Sólo al séptimo día, una visita de fuera le comunica que Hiroshima ha sido destruida por una bomba atómica. Un capitán amigo le trae de regalo una cesta con melocotones: “Es un milagro que haya usted sobrevivido”, le dice al doctor Hachiya, “al fin y al cabo, la explosión de una bomba atómica es algo terrible”.
“‘Una bomba atómica!’ —exclamé al tiempo que me incorporaba en la cama—, ‘se trata entonces de la bomba que, según he oído decir, podría volar Formosa por los aires con sólo diez gramos de hidrógeno!”
Muy pronto llegan visitantes que felicitan a Hachiya por estar aún con vida. Es un hombre respetado y querido: hay pacientes agradecidos, compañeros de colegio, colegas, parientes. La alegría de todos al verlo vivo es ilimitada: se hallan asombrados y felices, tal vez no haya felicidad más pura. Sienten cariño por él, pero a la vez admiran una especie de milagro.
Es una de las situaciones del Diario que se repite más a menudo. Así como sus amigos y conocidos se alegran de encontrarlo con vida, él también se alegra de que otras personas hayan sobrevivido. Existen diversas variantes de esta experiencia: se entera, por ejemplo de que tanto él como su esposa habían sido dados por muertos. Un asilado en el hospital que había huido de su casa en llamas sin lograr salvar a su mujer, la da por muerta. En cuanto puede, regresa a su casa destruida y busca los restos de ella. En el lugar donde la oyó pedir ayuda por última vez encuentra unos cuantos huesos; los lleva al hospital y, con gran piedad, los deposita ante el altar doméstico. Cuando, diez días más tarde, se dirige al campo para entregar los huesos a la familia de su esposa, la encuentra allí sana y salva. Había logrado escaparse de la casa en llamas y fue llevada a lugar seguro por un coche militar que en ese momento pasaba.
Esto es ya algo más que una supervivencia: es un regreso del reino de los muertos, la experiencia más intensa y prodigiosa que puede tener un ser humano.
Uno de los fenómenos más singulares de aquel hospital, donde el doctor Hachiya era director y vivía entonces como una especie de híbrido entre médico y paciente, es la irregularidad de la muerte. Se espera que las personas quemadas y desahuciadas que ingresen en el hospital, mueran o sanen nuevamente. Cuesta mucho asistir a su constante empeoramiento, aunque algunos parezcan resistir y, poco a poco, se sientan mejor. Cuando ya se los consideraba a salvo, sufren un empeoramiento inesperado y se hallan de nuevo en inminente peligro. Pero también hay unos cuantos, entre los que figuran enfermeras y médicos, que al principio parecen ilesos. Trabajan día y noche con todas sus fuerzas, hasta que de pronto presentan los síntomas de la enfermedad, empeoran rápidamente y mueren.
Nadie está seguro de haber escapado al peligro; los efectos retardados de la bomba desbaratan todos los pronósticos normales de la medicina. El médico se da muy pronto cuenta de que avanza a ciegas en medio de la oscuridad más absoluta. Hace todo cuanto esté a su alcance, pero mientras no sepa de qué enfermedad se trata, tendrá la impresión de actuar como en los tiempos anteriores a la medicina científica y habrá de conformarse con consolar, en vez de curar.
Mientras se enfrente al enigma de los síntomas en los enfermos, el propio doctor Hachiya es un paciente. Cada síntoma que descubre en los demás lo preocupa también por él mismo, y en secreto empieza a buscarlo en su propio cuerpo. La supervivencia es precaria y dista mucho de estar garantizada. Nunca pierde el respeto por los muertos y se aterra al ver cómo desaparece en los demás. Cuando entra en la cabaña de madera donde un colega suyo, venido de fuera, está practicando autopsias, no se olvida de inclinarse ante el cadáver.
Cada tarde se incineran muertos frente a las ventanas de su cuarto de hospital. Al lado mismo de donde esto ocurre hay una bañera. La primera vez que asiste a una cremación desde abajo, oye que alguien exclama en voz alta desde la bañera: “,Cuántos has quemado hoy día?” La total irreverencia de esta situación —por un lado un hombre que poco antes estaba vivo y ahora es incinerado, y más allá otro en una bañera, desnudo— le causa una profunda indignación.
Pero al cabo de pocas semanas se hallaba cenando en su habitación de arriba con un amigo durante una de estas cremaciones. Siente un olor “como a sardinas quemadas” y sigue comiendo.
La buena fe y la sinceridad de este Diario se hallan por encima de cualquier duda. Quien lo escribe es un hombre de elevada cultura moral. Como cualquier otro, se halla inmerso en las tradiciones de su origen, que nunca cuestiona. Sus dudas e interrogantes se plantean en la esfera de la medicina, donde son permitidos y necesarios. Tuvo fe en la guerra, aceptó la política militarista de su país, y, si bien observó en el comportamiento de la casta de oficiales una serie de cosas que no le agradaban, consideró un deber patriótico guardar silencio al respecto. Pero este mismo hecho aumenta notablemente el interés de su Diario. Pues no sólo nos relata la destrucción de Hiroshima por la bomba atómica, sino que testimonia el efecto que tuvo en él la toma de conciencia de la derrota del Japón.
En aquella ciudad totalmente destruida no se sobrevive a enemigos, sino a la propia familia, a colegas y conciudadanos. La guerra sigue, y los enemigos cuya muerte se desea están en otro sitio. Uno se siente amenazado por ellos y la desaparición de la propia gente aumenta la amenaza. Con la caída de la bomba la muerte llega desde arriba; sólo es posible contraatacar a la distancia, y haría falta estar prevenido.
El deseo de que esto ocurra es muy fuerte, por eso parece cumplirse. Al cabo de pocos días llega un hombre de otro lugar que afirma como algo totalmente cierto —lo ha sabido de fuente fidedigna—, que los japoneses han respondido con la misma arma y no han destruido una, sino varias grandes ciudades norteamericanas de idéntica manera.
En el hospital los ánimos se transforman en el acto y una euforia se apodera hasta de los heridos graves. De nuevo se sienten masa y, como la muerte ha sido desviada hacia los otros, se creen a salvo de ella. Es probable que muchos, mientras les dure esta euforia, se hallen convencidos de que ya no morirán.
Tanto más duramente caerá, diez días después de lanzada la bomba, la noticia de la capitulación. El emperador jamás había hablado por la radio. Es cierto que incluso entonces su discurso resulta incomprensible: es pronunciado en el lenguaje arcaizante de la corte. Pero los superiores, que deben saberlo, reconocen el timbre de aquella voz y el contenido de la proclama es traducido. Al escuchar el nombre del emperador, toda la gente reunida en el hospital se inclina. Nunca habían oído antes la voz del emperador, no fue ella la que ordenó la guerra. Pero sí es la que ahora la revoca. A ella le creen cuando anuncia la derrota, que de otro modo habrían puesto en duda.
Los pacientes del hospital se sienten más conmovidos por ella que por la destrucción de su ciudad, por su enfermedad y por la horrorosa muerte que muchos de ellos tienen a la vista. Cualquier desviación es ahora impensable: tendrán que soportar todo el peso de las heridas y la muerte. Todo es incierto, y sin esperanza. Muchos se rebelan contra esta desesperanza, que es pasiva, y prefieren seguir luchando. Se forman dos partidos: uno a favor y otro en contra de parar la lucha. Antes de disolverse totalmente, la masa de los derrotados se subdivide en una masa doble. Pero la parte favorable a la continuación de la guerra ha de enfrentarse a un grave inconveniente: su oposición a la orden del emperador.
Es curioso comprobar que, en el curso de los días siguientes, el poder, centralizado al máximo durante la guerra, se escinde en la conciencia del doctor Hachiya: por un lado el poder malo, los militares, que han llevado el país a la desgracia, y por el otro el poder bueno, el emperador, que desea el bienestar del país. De este modo persiste, para Hachiya, una instancia del poder, y la verdadera estructura de su existencia permanece incólume. Sus pensamientos giran ahora constantemente en torno al emperador. Tanto él como el país han sido víctimas de los militares. Es digno de la más profunda compasión; su vida se ha vuelto todavía más preciosa. Fue humillado por algo que él no deseaba en absoluto: la guerra. Lo cual permite a cada súbdito leal buscar también en su interior un elemento reacio a la guerra. Las observaciones que siempre se habían hecho a propósito de los militares sin osar expresarlas: su arrogancia, su estupidez, su desprecio por todos los que no pertenecieran a su casta, adquieren plena validez de un momento a otro. En vez del enemigo, contra el cual no se puede ya luchar, ellos mismos se convierten en el enemigo.
El emperador, sin embargo, había existido en todo ese tiempo; la continuidad de la vida depende de la suya propia: incluso durante la catástrofe que asoló la ciudad, su retrato fue salvado. Casi al final del Diario —la anotación corresponde al día 39, pues el doctor Hachiya acababa de enterarse— se encuentra la historia del salvamento del retrato imperial, relatada con lujo de detalles. En medio de una multitud de moribundos y heridos graves de la ciudad, pocas horas después del estallido de la bomba atómica, el retrato del emperador es transportado al río. Los moribundos abren paso: “El retrato del emperador! ¡Paso al retrato del emperador!” Miles de personas siguen ardiendo tras la operación de salvamento y secuestro del retrato en una barca.
Este primer informe sobre el rescate del retrato no basta para saciar al doctor Hachiya. El asunto no lo deja en paz, lo impulsa a buscar nuevos testimonios sobre todo entre quienes participaron en la gloriosa empresa. En su Diario inserta un nuevo informe. En aquellos días sucedieron en Hiroshima muchas cosas dignas de alabanza. Hachiya es justo y no escatima ningún mérito. Reparte sus elogios en forma solícita y escrupulosa. Pero habla del rescate del cuadro imperial con un entusiasmo ilimitado. Sentimos que, de todo lo sucedido, este hecho es para el doctor el más esperanzador: como si se tratara de la supervivencia del emperador.
Sigue llegando gente que se asombra al verlo vivo y le expresa su enhorabuena. Aquel júbilo ajeno se advierte aún en el Diario y es transmitido al lector. Los pacientes fallecidos continúan siendo incinerados frente a las ventanas del hospital durante un tiempo más: la muerte prosigue su curso, como una especie de epidemia nueva, desconocida. Su causa exacta y su curso no han sido investigados todavía. Sólo con las autopsias se comienza a entender gradualmente la naturaleza del mal. El deseo ferviente de investigar esta nueva enfermedad no abandonará a Hachiya un solo instante. Así como en él permanece intacta la estructura tradicional del país, que culmina en el emperador, así tampoco se altera el interés que, como médico moderno, siente por la investigación. Su caso me permitió comprender por vez primera lo bien que ambos elementos pueden conjugarse en forma natural, y lo poco que uno de ellos puede perjudicar al otro.
Lo más sagrado en este hombre es, sin embargo, su respeto por los muertos. Ya hemos hablado de lo mucho que le costaba ver que los demás se acostumbrasen a la muerte: para él seguirá siendo algo muy serio. No tenemos la impresión de que los muertos se amalgamen, para él, en una masa dentro de la cual no cuenta ya individuo alguno. Piensa en ellos como en personas. No olvidemos que es médico y su misma profesión tiende a insensibilizarlo contra la muerte. Sin embargo, sentimos que, suceda lo que suceda, cada persona que haya vivido tiene importancia ante sus ojos, cada persona tal como realmente era y como él la conserva en su memoria.
Cuarenta y nueve días después de la catástrofe se celebra una jornada en memoria de los muertos. Hachiya se dirige a la ciudad en bicicleta y visita todos los lugares consagrados por los muertos, sus propios muertos y aquellos de los que ha oído hablar.
Cierra los ojos para ver a una vecina fallecida, y ésta se le aparece. En cuanto reabre los ojos, la imagen se desvanece; los vuelve a cerrar y la ve nuevamente. Se va abriendo paso por entre los escombros de la ciudad y no puede decirse que deambule al azar, pues él sabe perfectamente lo que busca; y lo encuentra: los lugares de los muertos. No se ahorra nada. Se imagina todo. Afirma haber rezado por cada uno. Me pregunto si en las ciudades de Europa ha habido hombres que buscaran entre las ruinas los lugares de los muertos y, de esta manera, teniendo ante los ojos una imagen clara de los fallecidos, rezaran por ellos, no sólo por el círculo familiar más íntimo, sino por los vecinos, amigos, conocidos e incluso por aquellos a quienes nunca vieron y cuya muerte sólo les fue narrada. He vacilado antes de usar la palabra “rezar” en relación con lo que hizo Hachiya aquel día, pero él mismo la usa y se autodenomina, no sólo en esa ocasión, un budista.
1971
Por la noche, como única luz, las fogatas de la ciudad. Cadáveres ardiendo. Olor a sardinas quemadas.
Cuando ocurrió, lo primero que de pronto advirtió en sí mismo: que estaba totalmente desnudo.
El silencio, todas las figuras se mueven sin ruido, como en una película muda.
La visita a los enfermos en el hospital: primeros informes sobre lo sucedido, la destrucción de Hiroshima.
La ciudad de los 47 Ronin ¿la habrían elegido por esto?
El Diario del médico Michihiko Hachiya comprende 56 días en Hiroshima, desde el 6 de agosto, día en que lanzaron la bomba atómica, hasta el 30 de septiembre de 1945.
Está escrito como una obra de la literatura japonesa: precisión, ternura y responsabilidad son sus rasgos esenciales.
Un médico moderno, tan profundamente japonés que su fe en el emperador es inquebrantable, aun cuando éste anuncie la capitulación.
En este Diario, casi cada página invita a la reflexión. De él se aprende más que de cualquier descripción posterior, pues uno comparte, desde el principio, el carácter misterioso e inexplicable de lo sucedido: todo es absolutamente inexplicable. En medio de sus propios sufrimientos, entre cientos de muertos y heridos, el autor intenta reconstruir paso a paso la situación; sus sospechas cambian a medida que se entera de nuevas cosas y van convirtiéndose en teorías que exigen experimentos.
No hay una sola línea falsa en este Diario, ninguna vanidad que no esté basada en la vergüenza.
Si tuviera algún sentido averiguar qué forma de literatura es hoy en día indispensable, indispensable a un hombre que sepa y tenga los ojos bien, abiertos, habría que decir: ésta.
Como todo sucede en un hospital, la observación se centra, sin excepción, en los seres humanos: los que van llegando y los que trabajan en él. Se menciona a personas que mueren en un lapso de pocos días. Otros, provenientes de lugares y ciudades diversos, llegan de visita. La alegría de encontrar viva a gente que daban por muerta es avasalladora. Ese hospital es el mejor de la ciudad, una especie de Paraíso en comparación con los otros; todos intentan llegar a él y muchos lo consiguen. De noche, las únicas luces son las de las fogatas de la ciudad: los muertos, al ser incinerados, son los donantes de esas luces. Más tarde se reúne alrededor de una vela un grupo de tres personas que hablan del Pikadon, es decir, del acontecimiento.
Cada cual intenta completar su propio informe con el de otro: es como si hubiera que reconstruir una película a partir de fotogramas dispersos y casuales, y de vez en cuando se le añadiese un trozo. Uno va a la ciudad, se abre paso entre los escombros o excava en busca de tesoros, regresa a la nueva comunidad de moribundos y espera.
Nunca he llegado a conocer tanto a un japonés como en este Diario. Por mucho que haya leído antes sobre ellos, sólo ahora tengo la sensación de conocerlos verdaderamente.
¿Será cierto que sólo en su máxima desgracia podemos sentir a los demás hombres como a nosotros mismos? ¿Será la desdicha aquello que más en común tienen los hombres?
La profunda aversión por cualquier idilio, la intolerabilidad de la literatura idílica bien pueden deberse a ello.
En el caso de Hiroshima, se trata de la catástrofe más concentrada que jamás se haya abatido sobre seres humanos. En un pasaje de su Diario, el doctor Hachiya piensa en Pompeya. Pero ésta tampoco constituye un término de comparación. Sobre Hiroshima se abatió una catástrofe que fue cuidadosamente calculada y provocada por seres humanos. La “naturaleza” se halla excluida del juego.
La visión de la catástrofe es distinta según sea vivida en el interior de la ciudad, donde sólo se ve pero no se oye nada (Pika), o bien en el exterior, donde también se puede oír (Pikadon). Ya muy avanzado el Diario, tropezamos con la descripción de un hombre que llegó a ver la “nube” sin estar directamente expuesto a ella. Queda fascinado por su belleza: el brillante colorido de la nube, la nitidez de sus contornos, las líneas rectas que desde ella se propagan por el cielo.
¿Qué significa sobrevivir en una catástrofe de semejante magnitud? Como ya he dicho, las anotaciones de este Diario provienen de un médico, de un médico moderno y particularmente escrupuloso, que está acostumbrado a pensar de manera científica y que, frente a un fenómeno tan absolutamente nuevo, no sabe con qué tiene que vérselas. Sólo al séptimo día, una visita de fuera le comunica que Hiroshima ha sido destruida por una bomba atómica. Un capitán amigo le trae de regalo una cesta con melocotones: “Es un milagro que haya usted sobrevivido”, le dice al doctor Hachiya, “al fin y al cabo, la explosión de una bomba atómica es algo terrible”.
“‘Una bomba atómica!’ —exclamé al tiempo que me incorporaba en la cama—, ‘se trata entonces de la bomba que, según he oído decir, podría volar Formosa por los aires con sólo diez gramos de hidrógeno!”
Muy pronto llegan visitantes que felicitan a Hachiya por estar aún con vida. Es un hombre respetado y querido: hay pacientes agradecidos, compañeros de colegio, colegas, parientes. La alegría de todos al verlo vivo es ilimitada: se hallan asombrados y felices, tal vez no haya felicidad más pura. Sienten cariño por él, pero a la vez admiran una especie de milagro.
Es una de las situaciones del Diario que se repite más a menudo. Así como sus amigos y conocidos se alegran de encontrarlo con vida, él también se alegra de que otras personas hayan sobrevivido. Existen diversas variantes de esta experiencia: se entera, por ejemplo de que tanto él como su esposa habían sido dados por muertos. Un asilado en el hospital que había huido de su casa en llamas sin lograr salvar a su mujer, la da por muerta. En cuanto puede, regresa a su casa destruida y busca los restos de ella. En el lugar donde la oyó pedir ayuda por última vez encuentra unos cuantos huesos; los lleva al hospital y, con gran piedad, los deposita ante el altar doméstico. Cuando, diez días más tarde, se dirige al campo para entregar los huesos a la familia de su esposa, la encuentra allí sana y salva. Había logrado escaparse de la casa en llamas y fue llevada a lugar seguro por un coche militar que en ese momento pasaba.
Esto es ya algo más que una supervivencia: es un regreso del reino de los muertos, la experiencia más intensa y prodigiosa que puede tener un ser humano.
Uno de los fenómenos más singulares de aquel hospital, donde el doctor Hachiya era director y vivía entonces como una especie de híbrido entre médico y paciente, es la irregularidad de la muerte. Se espera que las personas quemadas y desahuciadas que ingresen en el hospital, mueran o sanen nuevamente. Cuesta mucho asistir a su constante empeoramiento, aunque algunos parezcan resistir y, poco a poco, se sientan mejor. Cuando ya se los consideraba a salvo, sufren un empeoramiento inesperado y se hallan de nuevo en inminente peligro. Pero también hay unos cuantos, entre los que figuran enfermeras y médicos, que al principio parecen ilesos. Trabajan día y noche con todas sus fuerzas, hasta que de pronto presentan los síntomas de la enfermedad, empeoran rápidamente y mueren.
Nadie está seguro de haber escapado al peligro; los efectos retardados de la bomba desbaratan todos los pronósticos normales de la medicina. El médico se da muy pronto cuenta de que avanza a ciegas en medio de la oscuridad más absoluta. Hace todo cuanto esté a su alcance, pero mientras no sepa de qué enfermedad se trata, tendrá la impresión de actuar como en los tiempos anteriores a la medicina científica y habrá de conformarse con consolar, en vez de curar.
Mientras se enfrente al enigma de los síntomas en los enfermos, el propio doctor Hachiya es un paciente. Cada síntoma que descubre en los demás lo preocupa también por él mismo, y en secreto empieza a buscarlo en su propio cuerpo. La supervivencia es precaria y dista mucho de estar garantizada. Nunca pierde el respeto por los muertos y se aterra al ver cómo desaparece en los demás. Cuando entra en la cabaña de madera donde un colega suyo, venido de fuera, está practicando autopsias, no se olvida de inclinarse ante el cadáver.
Cada tarde se incineran muertos frente a las ventanas de su cuarto de hospital. Al lado mismo de donde esto ocurre hay una bañera. La primera vez que asiste a una cremación desde abajo, oye que alguien exclama en voz alta desde la bañera: “,Cuántos has quemado hoy día?” La total irreverencia de esta situación —por un lado un hombre que poco antes estaba vivo y ahora es incinerado, y más allá otro en una bañera, desnudo— le causa una profunda indignación.
Pero al cabo de pocas semanas se hallaba cenando en su habitación de arriba con un amigo durante una de estas cremaciones. Siente un olor “como a sardinas quemadas” y sigue comiendo.
La buena fe y la sinceridad de este Diario se hallan por encima de cualquier duda. Quien lo escribe es un hombre de elevada cultura moral. Como cualquier otro, se halla inmerso en las tradiciones de su origen, que nunca cuestiona. Sus dudas e interrogantes se plantean en la esfera de la medicina, donde son permitidos y necesarios. Tuvo fe en la guerra, aceptó la política militarista de su país, y, si bien observó en el comportamiento de la casta de oficiales una serie de cosas que no le agradaban, consideró un deber patriótico guardar silencio al respecto. Pero este mismo hecho aumenta notablemente el interés de su Diario. Pues no sólo nos relata la destrucción de Hiroshima por la bomba atómica, sino que testimonia el efecto que tuvo en él la toma de conciencia de la derrota del Japón.
En aquella ciudad totalmente destruida no se sobrevive a enemigos, sino a la propia familia, a colegas y conciudadanos. La guerra sigue, y los enemigos cuya muerte se desea están en otro sitio. Uno se siente amenazado por ellos y la desaparición de la propia gente aumenta la amenaza. Con la caída de la bomba la muerte llega desde arriba; sólo es posible contraatacar a la distancia, y haría falta estar prevenido.
El deseo de que esto ocurra es muy fuerte, por eso parece cumplirse. Al cabo de pocos días llega un hombre de otro lugar que afirma como algo totalmente cierto —lo ha sabido de fuente fidedigna—, que los japoneses han respondido con la misma arma y no han destruido una, sino varias grandes ciudades norteamericanas de idéntica manera.
En el hospital los ánimos se transforman en el acto y una euforia se apodera hasta de los heridos graves. De nuevo se sienten masa y, como la muerte ha sido desviada hacia los otros, se creen a salvo de ella. Es probable que muchos, mientras les dure esta euforia, se hallen convencidos de que ya no morirán.
Tanto más duramente caerá, diez días después de lanzada la bomba, la noticia de la capitulación. El emperador jamás había hablado por la radio. Es cierto que incluso entonces su discurso resulta incomprensible: es pronunciado en el lenguaje arcaizante de la corte. Pero los superiores, que deben saberlo, reconocen el timbre de aquella voz y el contenido de la proclama es traducido. Al escuchar el nombre del emperador, toda la gente reunida en el hospital se inclina. Nunca habían oído antes la voz del emperador, no fue ella la que ordenó la guerra. Pero sí es la que ahora la revoca. A ella le creen cuando anuncia la derrota, que de otro modo habrían puesto en duda.
Los pacientes del hospital se sienten más conmovidos por ella que por la destrucción de su ciudad, por su enfermedad y por la horrorosa muerte que muchos de ellos tienen a la vista. Cualquier desviación es ahora impensable: tendrán que soportar todo el peso de las heridas y la muerte. Todo es incierto, y sin esperanza. Muchos se rebelan contra esta desesperanza, que es pasiva, y prefieren seguir luchando. Se forman dos partidos: uno a favor y otro en contra de parar la lucha. Antes de disolverse totalmente, la masa de los derrotados se subdivide en una masa doble. Pero la parte favorable a la continuación de la guerra ha de enfrentarse a un grave inconveniente: su oposición a la orden del emperador.
Es curioso comprobar que, en el curso de los días siguientes, el poder, centralizado al máximo durante la guerra, se escinde en la conciencia del doctor Hachiya: por un lado el poder malo, los militares, que han llevado el país a la desgracia, y por el otro el poder bueno, el emperador, que desea el bienestar del país. De este modo persiste, para Hachiya, una instancia del poder, y la verdadera estructura de su existencia permanece incólume. Sus pensamientos giran ahora constantemente en torno al emperador. Tanto él como el país han sido víctimas de los militares. Es digno de la más profunda compasión; su vida se ha vuelto todavía más preciosa. Fue humillado por algo que él no deseaba en absoluto: la guerra. Lo cual permite a cada súbdito leal buscar también en su interior un elemento reacio a la guerra. Las observaciones que siempre se habían hecho a propósito de los militares sin osar expresarlas: su arrogancia, su estupidez, su desprecio por todos los que no pertenecieran a su casta, adquieren plena validez de un momento a otro. En vez del enemigo, contra el cual no se puede ya luchar, ellos mismos se convierten en el enemigo.
El emperador, sin embargo, había existido en todo ese tiempo; la continuidad de la vida depende de la suya propia: incluso durante la catástrofe que asoló la ciudad, su retrato fue salvado. Casi al final del Diario —la anotación corresponde al día 39, pues el doctor Hachiya acababa de enterarse— se encuentra la historia del salvamento del retrato imperial, relatada con lujo de detalles. En medio de una multitud de moribundos y heridos graves de la ciudad, pocas horas después del estallido de la bomba atómica, el retrato del emperador es transportado al río. Los moribundos abren paso: “El retrato del emperador! ¡Paso al retrato del emperador!” Miles de personas siguen ardiendo tras la operación de salvamento y secuestro del retrato en una barca.
Este primer informe sobre el rescate del retrato no basta para saciar al doctor Hachiya. El asunto no lo deja en paz, lo impulsa a buscar nuevos testimonios sobre todo entre quienes participaron en la gloriosa empresa. En su Diario inserta un nuevo informe. En aquellos días sucedieron en Hiroshima muchas cosas dignas de alabanza. Hachiya es justo y no escatima ningún mérito. Reparte sus elogios en forma solícita y escrupulosa. Pero habla del rescate del cuadro imperial con un entusiasmo ilimitado. Sentimos que, de todo lo sucedido, este hecho es para el doctor el más esperanzador: como si se tratara de la supervivencia del emperador.
Sigue llegando gente que se asombra al verlo vivo y le expresa su enhorabuena. Aquel júbilo ajeno se advierte aún en el Diario y es transmitido al lector. Los pacientes fallecidos continúan siendo incinerados frente a las ventanas del hospital durante un tiempo más: la muerte prosigue su curso, como una especie de epidemia nueva, desconocida. Su causa exacta y su curso no han sido investigados todavía. Sólo con las autopsias se comienza a entender gradualmente la naturaleza del mal. El deseo ferviente de investigar esta nueva enfermedad no abandonará a Hachiya un solo instante. Así como en él permanece intacta la estructura tradicional del país, que culmina en el emperador, así tampoco se altera el interés que, como médico moderno, siente por la investigación. Su caso me permitió comprender por vez primera lo bien que ambos elementos pueden conjugarse en forma natural, y lo poco que uno de ellos puede perjudicar al otro.
Lo más sagrado en este hombre es, sin embargo, su respeto por los muertos. Ya hemos hablado de lo mucho que le costaba ver que los demás se acostumbrasen a la muerte: para él seguirá siendo algo muy serio. No tenemos la impresión de que los muertos se amalgamen, para él, en una masa dentro de la cual no cuenta ya individuo alguno. Piensa en ellos como en personas. No olvidemos que es médico y su misma profesión tiende a insensibilizarlo contra la muerte. Sin embargo, sentimos que, suceda lo que suceda, cada persona que haya vivido tiene importancia ante sus ojos, cada persona tal como realmente era y como él la conserva en su memoria.
Cuarenta y nueve días después de la catástrofe se celebra una jornada en memoria de los muertos. Hachiya se dirige a la ciudad en bicicleta y visita todos los lugares consagrados por los muertos, sus propios muertos y aquellos de los que ha oído hablar.
Cierra los ojos para ver a una vecina fallecida, y ésta se le aparece. En cuanto reabre los ojos, la imagen se desvanece; los vuelve a cerrar y la ve nuevamente. Se va abriendo paso por entre los escombros de la ciudad y no puede decirse que deambule al azar, pues él sabe perfectamente lo que busca; y lo encuentra: los lugares de los muertos. No se ahorra nada. Se imagina todo. Afirma haber rezado por cada uno. Me pregunto si en las ciudades de Europa ha habido hombres que buscaran entre las ruinas los lugares de los muertos y, de esta manera, teniendo ante los ojos una imagen clara de los fallecidos, rezaran por ellos, no sólo por el círculo familiar más íntimo, sino por los vecinos, amigos, conocidos e incluso por aquellos a quienes nunca vieron y cuya muerte sólo les fue narrada. He vacilado antes de usar la palabra “rezar” en relación con lo que hizo Hachiya aquel día, pero él mismo la usa y se autodenomina, no sólo en esa ocasión, un budista.
1971
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de Ellas Canetti, en La conciencia de las palabras. Fondo de Cultura Económica- 1981
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la historia completa DOSSIER sobre Hiroshima y Nagasaki
domingo, 4 de agosto de 2013
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