Yo no le conocí personalmente, y sus libros me fueron revelados tarde, el mismo año en que el poeta se vestía definitivamente de fantasma. Una gran parte de su obra se me escapa, sumergida en el balbuceo y en la neblina, pues los poemas traducidos no son más que palomas de alas rotas, sirenas arrancadas de su elemento natal, exiliadas en tierra extraña, gimiendo de añoranza. Apenas sus obras en prosa, sus cartas, algunos versos escritos directamente en francés y algunos relatos de personas que le amaron bastaron para inspirarme una ternura infinita y fraternal hacia él, tan sólo comparable a mi amistad con Virgilio. Pero el tiempo no es más que una ilusión, y ya es algo que la balsa de un mismo siglo nos haya llevado juntos: mientras que Virgilio se nos hunde en la polvareda de dos mil años de crepúsculos, Rilke está todavía tan cerca que podemos amarlo como a nosotros mismos. No basta con ser grande, con ser puro; si lo queremos tanto es porque su miseria es casi la nuestra, y la suerte le ha asignado la misma función infausta. Las soluciones que encontró para su vida repartida entre la angustia y el respeto se cuentan entre las que nosotros podríamos aceptar, y esta comunidad de peligro y de soledad hace que su genio nos resulte un poco menos extraño.
El profundo Virgilio nos hace soñar con las plantas nocturnas que crecen silenciosamente bajo los rocíos lunares, con la melancolía de los frutales corrompidos por el otoño, con el destino dorado de las abejas y de los astros. También Rilke tiene sus frutales, sus astros y su Orfeo. Pero la verdadera patria del joven Malte no son los Campos Elíseos de Gluck, sino el país enfermo y gris donde el ajusticiado se consuela con la esperanza; es París, es Praga, Purgatorios pensativos.
La luz tenebrosa que invade la habitación de la calle Toullier es la de un alba aún pálida por haber atravesado la noche, y la manzana de Cézanne hace que los árboles del huerto de Muzot se inclinen bajo su peso tranquilizador y triste. Extrañas manos, como esas que Rodin jamás se cansó de modelar, frecuentan los pasillos de esta obra crepuscular como la mañana, y que parece dictada en la hora en que los fantasmas palidecen. Si este poeta, acostumbrado a las visitaciones angélicas se consideró insustancial, humilde, despojado hasta la transparencia, es porque se sabía nacido para transmitir, para escuchar, para traducir, arriesgando su vida, esos secretos mensajes que las antenas de su genio le permitían captar; encerrado en su cuerpo, como un hombre que escucha en un navío que naufraga, mantuvo hasta el final su contacto con ese lugar misterioso de emisión, situado en el centro de los sueños.
Respeto hacia los hombres, respeto hacia sus almas invisibles o, tan rara, tan patéticamente adivinadas; respeto hacia sus tristes cuerpos que ellos mismos apenas respetan, contentándose con cuidarlos, torturarlos o negarlos. Respeto hacia las cosas, de las que los hombres abusan con mayor inconsciencia si cabe, y a las que tratan peor de los que su corazón les diría. Respeto hacia el silencio, lleno del presentimiento de voces futuras; respeto hacia el pasado, que sigue presente como la huella que deja el anillo desaparecido en el joyero, y respeto hacia el instante presente, que pronto irá a añadirse al pasado, atraído por la imantación del tiempo. Respeto hacia los ángeles, que son nuestros guardianes y tal vez nuestras almas; respeto también hacia nuestros demonios, que son la sombra que nuestros ángeles proyectan. Respeto hacia Dios, aunque no exista, pues no existir no es, después de todo, más que una manera algo más noble y más pura de ser, y porque le poseemos al menos en forma de deseo y de espera. Respeto hacia el amor, que hombre y mujeres no respetan por el miedo que tienen a ser dignos de él. Respeto hacia la muerte, que es el fruto de nuestra vida y casi su hija. Rilke respetó todas estas cosas y dedicó su existencia a venerarlas poniendo sobre ellas unas manos cada vez más temblorosas, pero que, como las de un amante, sólo tiemblan a fuerza de atrevimiento. En una época en la que morimos de sequedad desdeñosa y de indiferencia grosera, Rilke es el único poeta a quien cosas y seres entregaron sus secretos supremos, por haber sido él el único en comprender la necesidad de arrodillarse. No dispone de los dones del visionario, como Blake, o del nigromante, como Swedenborg, o del brujo, como el viejo Goethe; no posee el extraño magnetismo telúrico que hace de la obra de Mann la mayor reserva de fuerzas elementales; ni tampoco tiene entre sus dedos los utensilios cortantes y curvos de Proust. Del fondo de tanta desnudez y de tanta soledad, los privilegios de Rilke y su mismo misterio, son el resultado del respeto, de la paciencia y de la espera con las manos juntas. Un buen día, esas manos, doradas por el reflejo de no sé qué cielos desconocidos, se separaron por sí mismas, semejantes a la cáscara frágil y perecedera de un fruto formado en la profundidad de esas palmas y del que nunca sabremos si se debe más a la luz que le ha madurado o a la profundidad de la que ha salido.
En Roma, una tarde de Navidad que recuerda e iguala a la mañana de Pascua del primer Fausto, Rilke escribía a un joven poeta para aconsejarle que fuera grande, y para consolarle por estar solo. Entre los compañeros dispuestos a probar nuestras soledades, enumeraba a Dios, y también a la primavera, y a la infancia, y sobre todo al viento “que pasó sobre los árboles de numerosos países”. El recuerdo de Rilke se ha vuelto semejante a esa brisa que de nuevo abre, como una rosa de Jericó, el corazón árido de los solitarios. Porque él fue triste, nuestra amargura es menos grande; porque él vivió sin seguridades, nosotros estamos menos inquietos; porque él estuvo solo, nosotros nos sentimos menos abandonados. Diez años hace ahora que Rilke entró en esa tierra en la que el sepulturero de sus cuentos esperaba ahondar lo suficiente como para encontrar a Dios, y ya la obra de este poeta ha adquirido un rostro de Ángel y aporta a los desdichados el refrigerio de sus propias lágrimas.
Marguerite Yourcenar
Traducción de Almudena Nicás
Este texto fue escrito en 1936 a petición de Madame Roland de Margerie, para un homenaje a Rilke que finalmente no pudo aparecer; quedó inédito hasta hoy. Expresamos toda nuestra gratitud a Diane de Margerie que, habiéndolo descubierto, ha querido confiárnoslo para que sirva como introducción a la presente traducción de los Poemas a la noche.Trad. G.Althen y J.Y.Masson-Edit. VERDIER,Paris,1994
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ResponderEliminarMaravilloso texto!! Feliz de encontrarlo en este blog.
Saludos,
Ana Lucia
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Gracias Ana Lucía por compartir la afinidad y eljúbilo
ResponderEliminarun cordial saludo desde Madrid
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