(Escrito en un jardín)
El color es la expresión de una virtud escondida.
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Ciertos pájaros son llamas.
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Un jardinero me hace notar que es en otoño cuando se percibe el verdadero color de los árboles. En primavera, la abundancia de clorofila los cubre a todos con una librea verde. Al llegar septiembre, se revelan revestidos de sus colores específicos: el olmo, rubio y dorado; el arce, amarillo-naranja-rojo; el roble, color de bronce y hierro.
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Nada me ha ayudado tanto a comprender los fenómenos naturales como los dos signos herméticos que significan el aire y el agua, luego modificados por una barrera que de alguna manera aminora su impulso, simbolizando el fuego, menos libre, ligado a la materia leñosa o al aceite fósil, y a la tierra de densas y suaves partículas. El árbol, en su jeroglífico, los incluye a todos cuatro. Aferrado al suelo, abrevado por el aire y el agua, sin embargo sube como una llama al cielo; es llama verde antes de acabar un día y llama roja en la chimenea, en los incendios del bosque y en las piras. Pertenece, por su empuje vertical, al mundo de las formas que se elevan; como el agua que lo nutre; al de las formas que, abandonadas a sí mismas, vuelven a caer al suelo.
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Nada más bello que esa estatua del suplicante de Rodin, donde el hombre que ruega tiende los brazos y se estira como un árbol. Seguramente el árbol suplica la luz divina.
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Las raíces hundidas en la tierra, las ramas protectoras de los juegos de las ardillas, del nido y de los cantos de los pájaros, la sombra concedida a los animales y a los hombres, la cabeza en pleno cielo. ¿Conoces tú un método más sabio y más beneficioso de existir?
Y luego, el indignado sobresalto ante la presencia del leñador y el horror, mil veces más grande, frente a la sierra mecánica. Abatir y matar a quien no puede huir.
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Signo hermético del aire, triángulo vacío que apunta hacia lo alto. En los días de calma la pirámide verde se sostiene en el aire en perfecto equilibrio. En los días de viento las ramas agitadas remedan el comienzo de un vuelo.
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Signo hermético de la tierra, triángulo que apunta hacia abajo, pero que una línea detiene en su caída. El terrón, estable mientras no intervengan ni la gravitación ni el pisotón de un caminante.
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El agua, que de ella misma se libera y desciende. Por eso le conviene el calificativo franciscano: humilde.
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Belleza de las instantáneas que fijan la imagen del agua brotando, estallando fuera de sí misma, rebotando hacia arriba, como el surtidor de espumas de una ola al borde de un peñasco. La ola muerta engendra ese gran fantasma blanco que en instantes dejará de existir. En lo que dura un clic, el agua pesada sube como una humareda, como un vapor, como un alma.
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Por una razón inversa, belleza exquisita y artificial del surtidor de agua. La hidráulica obliga al agua a comportarse como una llama, a renovar sin cesar, en el interior de su columna líquida, su ascensión hacia el cielo. El agua acosada se eleva hasta la punta del obelisco fluido, antes de reencontrar su libertad, que es el descenso.
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Toda agua aspira a convertirse en vapor, y todo vapor a reconvertirse en agua.
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Hielo. Chispeante detención. Condensación pura. Agua estable.
Entre los más sobrecogedores paisajes incluyo ciertos fiordos de Alaska y de Noruega en primavera, donde el agua aparece a la vez bajo sus tres formas y diferentes aspectos. Agua del fiordo, tiritante pero quieta; agua rutilante de las cascadas sobre la pared vertical de las rocas; vapor que se levanta de su caída; agua que en forma de nubes hace camino al cielo; hielo y nieve de las cumbres cercanas, pero hasta donde la primavera aún no ha subido.
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Rocas compuestas, hechas de lavas volcánicas y de sedimentos arrastrados por el agua, amalgama vieja de millares de siglos. Y su forma exterior, perpetuamente trabajada, esculpida por el aire y el agua.
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Tu cuerpo, en tres cuartas partes compuesto de agua, más un poco de minerales terrestres, apenas un puñado. Y esta gran llama en ti, cuya naturaleza desconoces. Y en tus pulmones, al interior de la caja torácica tomas y retomas el aire, ese bello extranjero sin el cual que no puedes vivir.
de Ecrit dans un jardin (Escrito en un jardin), 1980 Editions Fata Morgana, París.
Trad.: Guillermo Angulo, http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1266
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