Por la mañana he ido al zoo y ahora estoy a punto de entrar en una taberna con mi amigo y compañero de copas. Un cartel azul lleva una inscripción en letras blancas en las que dice Lówenbrau, junto con la imagen de un león que guiña el ojo y enarbola una jarra de cerveza. Nos sentamos y empiezo a hablarle a mi amigo de tuberías, de tranvías y de otros asuntos importantes.
1. Las tuberías
Delante de la casa en la que vivo hay una tubería negra gigante tendida a lo largo del borde externo de la acera. A unos pies de la misma, en hilera, hay otra, y luego una tercera y una cuarta —las entrañas de hierro de las calles, todavía ociosas, antes de descender a la tierra, a las profundidades que se extienden bajo el asfalto. En los primeros días, tras su descarga de los camiones que vino acompañada de un estruendo hueco de metales, los chiquillos corrían a lo largo de las mismas y reptaban a cuatro patas por aquellos túneles redondos, pero una semana más tarde los niños dejaron de jugar y empezó a caer una espesa nieve; y ahora, cuando a la luz gris y opaca de la primera mañana me aventuro hasta la calle, sondeando precavidamente la traicionera superficie helada de la acera con mis sólidas suelas de goma, una tira uniforme de nieve recién caída se extiende a lo largo de la parte superior de cada una de las tuberías, mientras que en su interior, en la boca propiamente dicha de la tubería, que se encuentra en el lugar más cercano al punto donde los raíles dibujan una curva, el reflejo de un tranvía que todavía no ha apagado sus luces se desliza majestuoso como un relámpago de brillo naranja. Hoy alguien escribió «Otto» con el dedo en la tira de nieve virgen y yo pensé que aquel nombre, con sus dos suaves oes flanqueando la pareja de dulces consonantes, se adaptaba de forma muy hermosa a la capa silenciosa de nieve sobre aquella tubería con dos agujeros y su tácito túnel.
2. El tranvía
El tranvía habrá desaparecido dentro de veinte años, lo mismo que el coche de caballos ha desaparecido hoy en día. Yo le encuentro ya un cierto aire antiguo, una especie de encanto pasado de moda. Todo en él es un punto torpe y desvencijado y, cuando toma una curva demasiado rápido, y el trole se sale del cable y el revisor o uno de los pasajeros se asoma por la parte trasera del coche a mirar a lo alto y a tirar de la cuerda hasta que consigue que el trole vuelva a su lugar, siempre pienso que en más de una ocasión los cocheros de antaño debieron haber perdido la fusta, ante lo cual no habrían tenido más remedio que refrenar su tronco de cuatro caballos y mandar al mozo, sentado a su lado en el pescante con su librea de largos faldones, a buscarla, mientras ellos seguían su camino avisando con bocinazos estridentes cuando el coche, restallando con estrépito sobre los adoquines, atravesara un pueblo.
El revisor que distribuye los billetes tiene unas manos muy extrañas. Se mueven con la misma agilidad que las de un pianista, pero en lugar de ser fláccidas, sudorosas y de uñas suaves, las manos del revisor son tan toscas que cuando por casualidad, al darle el dinero, le tocas la palma de la mano, que parece haber desarrollado una dura corteza como quitinosa, sientes una especie de malestar moral. Son unas manos extraordinariamente ágiles y eficaces, a pesar de su dureza y del grosor de sus dedos. Yo observo lleno de curiosidad cómo agarra el billete entre sus dedos gruesos con uñas tan negras y cómo lo pica en dos sitios distintos, cómo registra su cartera de piel y cómo saca unas monedas para devolver el cambio, y cómo cierra la cartera inmediatamente y tira de la cuerda del timbre o cómo, con un simple empujón del pulgar, abre de golpe la ventanilla de la puerta de delante para entregar los billetes a los pasajeros de la plataforma delantera. Y mientras tanto, el coche no deja de moverse, los pasajeros que están de pie en el pasillo se agarran a las correas del techo y se balancean de un lado a otro, mientras que a él no se le cae al suelo ni una moneda ni tampoco se le rompe un billete al sacarlo del rollo. En estos días de invierno la parte inferior de la puerta delantera lleva una cortina verde, las ventanas están cubiertas de hielo, y en todas las paradas hay un puesto de venta de árboles de Navidad, los pies de los pasajeros están entumecidos de frío, y a veces unos mitones de lana gris cubren las manos del revisor. Al final del trayecto desenganchan el coche delantero que entra en otra vía, hace un giro completo hasta llegar a la vía original y se acerca al resto de la composición por detrás. Hay algo que recuerda a una hembra sumisa en la forma en que el coche de atrás espera hasta que el primer coche, el macho, llega chisporroteando en una llama, se acerca y se le engarza. Y (salvo por lo que respecta a la metáfora biológica) me recuerdan cómo, hace unos dieciocho años en San Petersburgo, solían desenganchar a los caballos y llevarlos alrededor del tranvía con su panza azul.
El coche de caballos ha desaparecido, igual que desaparecerá el tranvía eléctrico, y habrá algún excéntrico escritor berlinés en los años veinte del siglo XXI que, cuando quiera describir nuestra época, irá a un museo tecnológico y localizará un tranvía centenario, amarillo, tosco, con antiguos asientos curvos, y en un museo de trajes antiguos escarbará hasta sacar a la luz el negro uniforme de botones brillantes de un revisor. Entonces volverá a su casa y compilará una descripción de las calles de Berlín en los tiempos ya idos. Cada cosa, cada minucia, tendrá su valor y su sentido: la cartera del revisor, el anuncio sobre la ventana, aquel movimiento o traqueteo preciso que nuestros biznietos quizás se imaginarán..., todo quedará ennoblecido y justificado en razón de su antigüedad.
Yo pienso que en esto radica el sentido de la creación literaria: en la descripción de objetos ordinarios tal y como quedarán reflejados en los espejos amables de los tiempos futuros; en encontrar en los objetos que nos rodean la ternura fragante que sólo la posteridad podrá discernir y apreciar en los lejanos tiempos venideros en los que cada minucia de nuestra aburrida vida cotidiana se convertirá en algo exquisito y festivo por derecho propio: los tiempos en los que un hombre que se haya puesto la chaqueta más común de nuestros días se transmutará en un caballero disfrazado con las galas más elegantes y presto a asistir a un baile de máscaras.
3. Oficios
Aquí tenemos una serie de ejemplos de los diversos tipos de oficios que observo desde el tranvía abarrotado, donde siempre puedo contar con una mujer compasiva que me ceda el asiento junto a la ventana, mientras trate por todos los medios de no mirarme a la cara.
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